viernes, 27 de abril de 2007

UN UNIVERSO CAMBIANTE

Con el porte melancólico y orgulloso de los que se reconocen como una especie en extinción, los fanáticos del jazz circulan por los mundos de la música como quien cumple una misión en la vida. Es fácil reconocerlos: clasifican sus discos ­que poseen en cantidades abrumadoras­ en orden alfabético y cronológico, tienen muchos libros sobre el tema, que leen con perenne desacuerdo, disparan como si tal cosa clasificaciones y subcategorías como hard bop, new cool, post bop y swing nouveau, que suenan como sortilegios masónicos a oídos ajenos. Muchos de ellos podrían pasar los temibles exámenes de reconocer músicos con los ojos vendados, discuten entre sí por un «quítame de allí esas secciones de vientos» y otorgan a ciertos títulos de jazz el inasible honor de marcar períodos de su vida, como los describe Carlos Sampayo en Memorias de un ladrón de discos.

Algunos de ellos, en una actitud romántica e indefendible, afirmarán que el vinilo suena mejor que los compact-discs; otros juran por A Kind of Blue de Miles Davis o por algún que otro salto al vacío de Charlie Parker. Los ofenden las diatribas neotradicionalistas de Wynton Marsalis, y, por lo general, el combustible que alimenta sus acaloradas disputas sobre tal o cuál estilo es el inconmensurable placer de predicar a los conversos. Saben que están condenados a desaparecer: por un lado, el bombardeo de información inútil y accesible hace innecesarios a estos cultores de la sabiduría oral y personal; por otro, siempre han sufrido de la incomprensión de cónyuges, compañeros y otros seres cercanos, que atacan con saña su obsesiva, cuasi religiosa pero finalmente inocente, búsqueda del placer.

Hay algo de noble y quijotesco en todo eso: el jazz, con sus takes irrepetibles y su constante movimiento, es un terreno movedizo y cambiante. Los fanáticos del jazz lo saben, y se enfrentan día a día con un imposible borgiano: hacer un mapa nuevo de un universo que nunca es el mismo.

Publicado originalmente en el suplemento cultural del ABC hace un montón de tiempo.

sábado, 21 de abril de 2007

RARUM - TRIBUTO A JACO PASTORIUS


Algunos discos de jazz son así: anómalos, extraños, peculiares, medio monstruosos o aberrantes en su originalidad. Ya sea por su origen, su formación o por una propuesta que no acaba de cuajar en la versión más estricta de lo que es una pieza de jazz, estos discos se instalan incómodamente en el borde de lo conocido, dejándonos con la sensación de que todavía quedan otros universos y conceptos por explorar. En esta sección los iremos descubriendo uno a uno, y un homenaje totum revolutum a Jaco Pastorius con músicos como Hiram Bullock, Felix Pastorius, John Pattitucci, Gil Goldstein o Marcus Miller pero con sabor a mate y viento montevideano es un buen comienzo.


Gospel for J. F. P. III – Tribute to Jaco Pastorius

Hiram Bullock, Bireli Lagrene, Toninho Horta, Mike Stern, Romero Lubambo (g); Michael Gerber, Alex Darqui (p); Kenny Davis, Pete Sebastian, Felix Pastorius, Marcus Miller, John Patitucci, Carles Benavent, Francisco Fattoruso (b); Danny Gottlieb, Jonathan Joseph, Billy Hart, Kenwood Dennard, Rich Franks, Jorge Osvaldo Fattoruso (bat); Armando Marçal, Othello Molyneaux, Robert Thomas Jr. (perc.); Alex Acuña (bat, perc.); Bob Mintzer, Jorge Pardo (s); Abel Pabon, Delmar Brown, Charles Blenzig (tecl); Hugo Fattoruso (tecl, p, v); Gil Goldstein (p, tecl, acordeón); con el coro Contrafarsa y el grupo coral y percusivo Del Cuareim. Moonjune Records (2005) – MJR005

El tema “I Can Dig It Baby”, que aparece promediando este disco, se asemeja a una de esas caprichosas danzas del azar de las que hablaba Cortázar y resume, con su curiosa historia, el afán de caos creativo que se esconde detrás de este homenaje. Compuesto por Willie Hale, Betty Wright y Willie Clarke, la primera versión se incluyó en el elepé de 1974 Party Down de “Little Beaver” Hale, un guitarrista soul de los setenta. El bajista de aquella lejana sesión aparecía registrado en los créditos como Nelson “Jocko” Padron, aunque, según afirman los responsables de este Gospel for J.F.P., su verdadero nombre era John Francis Pastorius III, alias Jaco. El grupo del Cuareim, con la dirección del legendario Hugo Fattoruso, lo convierte en un candombe coral y percusivo y lo graba en el teatro Sala Brunet de Montevideo, para que luego Felix, el hijo de Pastorius, le añada su bajo desde Nueva York. El resultado, quizá gracias a ese candombe tan contagioso, es rústico pero memorable. Un proceso mágicamente similar ocurre con “Three Views of a Secret” (este sí de Pastorius) que abre el disco. Las voces rugosas de Contrafarsa ocupan poco más de uno de los nueve minutos que ocupa el tema y sin embargo su presencia contamina, con una deliciosa y perenne “uruguayosidad”, la totalidad de la plácida improvisación de las guitarras de Lagrene y Bullock. Y después de que Michael Gerber encara “Las olas” --un tema de Pastorius que él no grabó, sino que apareció en un disco de Airto Moreira y Flora Purim--, como una suave balada brasileña, con Toninho Horta en el papel protagonismo, la banda de Othello Molineaux y Bob Mintzer nos lanzan de lleno a la tradición Weather Report de “Havona”, con Pete Sebastian haciendo una aceptable personificación de Jaco, y Michael Gerber vuelve con un “Continuum” muy suave y preciso, con los teclados precisos de Gil Goldstein y la insinuante guitarra de Mike Stern, justo antes del candombero “I can dig it”. La última intervención de Gerber es al frente de un trío acústico bastante tradicional con “Dania”. Goldstein superpone efectos de guitarra a su acordeón, creando atmósferas muy densas, en “Punk Jazz”, otro de los extraños y numerosos y excitantes colores de este caleidoscópico tributo, y de él saltamos a un funk-jazz muy electrizado en la versión de Kenwood Dennard, Marcus Miller y Bullock, entre otros, del clásico de Weather Report “Teen Town”. “Microcosm”, otra composición inédita de Pastorius, recibe un tratamiento muy evansiano (o scott lafariano) a cargo del trío de Rich Franks, Alex Darqui y John Patitucci. Y cuando ya parecía que no había más sorpresas, el peculiar grupo Zebra Coast (Goldstein, el peruano Alex Acuña y los españoles Jorge Pardo y Carles Benavent) hace un reggae feliz y extendido con otro tema inédito, “Good Morning Anya”. Así, este peculiar tributo, que suena raro en el papel y maravillosamente extravagante en el CD, se cierra con el tema que le da su título y que es uno de los dos no compuestos por Pastorius. Este “Gospel for J.F.P. III”, de Hugo Fattoruso y Neil Weiss nos regresa a Montevideo de la mano de los tres Fattoruso, con un tema deliciosamente anticuado, cargado de teclados y pesadez de blues.
Publicado en la sección "Rarum" de la revista Cuadernos de Jazz

miércoles, 11 de abril de 2007

LA ERA DEL JAZZ


«Las fiestas eran más grandes, el ritmo era más veloz, los espectáculos eran más amplios, los edificios eran más altos, la moral era más relajada». Con estas palabras, Francis Scott Fitzgerald describe una época de revoluciones artísticas y culturales así como de enervantes contradicciones y retrocesos. Desde el acortamiento de las faldas hasta el Ku Klux Klan, la Ley Seca, la mafia y los speakeasy, esos sórdidos locales donde florecía una música que luego marcaría el compás de décadas futuras, o hasta las espléndidas fiestas animadas por las sweet bands, todo parece haber sucedido en ese tiempo que algunos bautizaron como the roaring twenties y que Fitzgerald, prematura y premonitoriamente, llamó «la era del jazz».


La historia de la música tiene otros ritmos y contratiempos. En 1935, cuando el swing más enérgico, de la mano de Benny Goodman, hizo su irrupción en la escena, el jazz se convirtió en la música más popular de Estados Unidos y las palabras jazz y pop fueron sinónimos. La banda de sonido de los años veinte era, en la Norteamérica blanca y próspera, una suerte de mezcla de baladas, música clásica y el jazz remilgado que los blancos adaptaban para las fiestas. El jazz de la época ­que los críticos más respetados llaman classic jazz para diferenciarlo de estilos con rasgos más marcados como el swing o el be-bop­ ocurría en ámbitos más o menos subterráneos y en estado de cambio y efervescencia, de búsqueda de identidad.


En realidad el early jazz o jazz de Nueva Orleans existía desde fines del siglo XIX, y era herencia directa de las bandas de marchas militares y música fúnebre que, cuenta la leyenda, improvisaban de regreso del cementerio. En 1917, la Original Dixieland Jazz Band lo llevó a los blancos en una versión pasada por agua o directamente humorística. En uno de sus grandes éxitos, Livery Stable Blues, los vientos imitaban los chillidos y cacareos de los animales de granja. Pero en los años veinte se inició el éxodo de los músicos de Nueva Orleans a Chicago, lo que mejoró sus condiciones laborales, ayudó a difundir su música y dio lugar a las primeras grabaciones. Fue obra de Paul Whiteman hacer accesible el jazz al público blanco. Conocido en la época como «el rey del jazz», sus bandas siempre favorecieron un sonido suave y bailable, o sweet, muy lejano de la energía de las bandas negras.


No puede, sin embargo, negarse la importancia de Whiteman en la historia del jazz. Bastaría mencionar que en 1924 sugirió a George Gershwin que compusiera Rhapsody in Blue, una obra maestra que muchos años después inspiraría el movimiento de fusión de música clásica con jazz llamado Third Stream. Sobre el final de la década, Whiteman se había tornado más jazzístico y entre sus músicos estaban Bix Beiderbecke, el violinista Joe Venuti, el saxofonista Frankie Trumbauer, el trombonista Tommy Dorsey y el cantante Bing Crosby. Whiteman también abrió el camino a la formación de big bands que luego se alimentaron del swing, como la del pianista Fletcher Henderson, cuyo arreglista, Don Redman, fue el primero en dividir la banda en secciones (rítmica, de vientos) y creó arreglos complejos y futuristas. Por su parte el cornetista Bix Beiderbecke, con su sonido dulce y desgarrador y su sino de héroe trágico fallecido a destiempo, le daba una cara emblemática a la nueva era.


La verdadera historia, como siempre, pasaba por otro lado, más precisamente por Louis Armstrong, quien tanto con Fletcher Henderson como con sus grupos pequeños (The Hot Fives y The Hot Sevens) le iba cambiando el acento a la música, dándole importancia fundamental a los solos y sentando las bases de todo el jazz posterior, por no mencionar al trombonista Kid Ory o al maestro de Armstrong, King Oliver. Mientras tanto, pianistas negros de técnica increíble como James P. Johnson y Fats Waller elaboraban el estilo stride, y, muy cerca, asomaba la revolución liderada por Duke Ellington.


La «era del jazz» de Fitzgerald era una imagen prometedora y caótica de progreso, crecimiento, libertad, un caldo de contradicciones de donde surgiría un futuro mejor, una humanidad nueva. La depresión del 29 mató la ilusión y las guerras, se sabe, no habían terminado. Quizás el jazz, esa música inasible, se ha nutrido de esos ideales. Quizá el jazz sea, hoy, la continuación de aquel sueño.

miércoles, 4 de abril de 2007

ALGO FRESCO





«Quisiera tomar algo fresco», dice la voz lánguida, apenas por encima del susurro, de June Christy, una voz que sugiere un trasfondo de conflictos subatómicos, de amores no correspondidos, de una soledad helada e infinita. «Something Cool», esa maravillosa canción-novela en miniatura de cuatro minutos, fue un éxito arrollador de ventas, tal vez porque reflejaba demasiado bien las corrientes oscuras y amargas que se ocultaban detrás del obligado optimismo de los norteamericanos años cincuenta. Más tarde se convirtió en una suerte de himno de batalla de toda una generación de cantantes que favorecían, en contraste con el caudal inagotable y hot de las grandes divas negras, un sonido sutil, sugerente y sin vibrato. June Christy, en especial en el imprescindible disco Something Cool encarnó esa filosofía de una manera tan plena que para algunos fue la gran cantante de jazz de su era. En realidad, por supuesto, las grandes cantantes cool fueron tres, parecidas entre sí, en un análisis superficial, como tres copos de nieve, pero dueña, cada una, de una geometría diferente.
Las tres se recibieron de cool en la orquesta de Stan Kenton, la más elegante y fina de las big bands. Anita O’Day era quizá la más técnica, con una voz llena de matices que manejaba como un pincel de trazo fino y texturado. A pesar de su exterior cool, todo en ella transpiraba una sexualidad casi volcánica; su voz sugería deslices, retrataba a una mujer irresistible y fácil de tentar, sus duetos con el trompetista bebop Roy Eldridge siguen sonando hoy como un rescoldo crujiente y en Anita sings the most, con Oscar Peterson, su sensualidad parece al borde del hervor. En 1945 la precedió June Christy en la orquesta de Kenton, como una versión más delicada y melancólica de O’Day y, de hecho, la acusaron de imitarla. Una acusación similar sufrió Chris Connor, la tercera. En realidad hoy se la considera la cantante cool por excelencia, con una afinación y una economía expresiva inigualables, como se oye en The George Gerswhin Almanac of Songs.

No quedan, hoy, grandes cantantes cool como ésas, pero la suavidad, la sensualidad y las cargadas insinuaciones de ese canto no se han esfumado del todo. A veces su sonido se vislumbra, apagado y lejano, en los escasos momentos felices de Diana Krall, o se refleja en una trompeta lejana, en los ecos de una tarde otoñal abrigada sólo por recuerdos.

LA SUPREMACÍA DEL AMOR - John Coltrane


A casi cuarenta años de su grabación, A Love Supreme, el disco máximo de la carrera de John Coltrane y uno de los más importantes de la historia del jazz, sigue siendo una fuente inagotable de descubrimiento y sorpresa. Una nueva y estimulante "edición de lujo", recientemente distribuida en España, permite, una vez más, el goce de ese juego. Con poco más de media hora de duración, esta suerte de suite, que John Coltrane compuso como su "humilde ofrecimiento" a Dios, se asemeja, en cierta medida, a un imposible palacio árabe, con su arquitectura sencilla y precisa que esconde, a medida que se avanza por sus pasillos y sus laberintos, tesoros de una fastuosidad inimaginable.
En diciembre de 1964, con treinta y ocho años de edad, Coltrane ya había revolucionado el jazz varias veces, cambiando los paradigmas de la manera de ejecutar el saxo tenor y estirando los límites del hard-bop de la década anterior, hasta ubicarse en una suerte de vanguardia que coqueteaba con las rupturas definitivas del free sin librarse del todo de los cánones armónicos más tradicionales. También había emprendido un camino espiritual que quiso reflejar en este nuevo disco, dividido en cuatro partes –Reconocimiento, Resolución, Prosecución, Salmo— como cuatro hitos en el mapa de su propio ascenso místico. De esa manera, la música de A Love Supreme funciona también como un camino dentro de esa Alhambra imaginaria, con una entrada sencilla que da la bienvenida al oyente, para luego sorprenderlo con estructuras reiteradas en distintos ángulos, sutiles variaciones, explosiones, desvíos y petit morts de llanto y alegría. Sus acompañantes, el legendario cuarteto completado con el pianista McCoy Tyner, el contrabajista Elvin Garrison (de quien éste es sin duda el punto máximo de su carrera) y el polirrítmico baterista Elvin Jones, parecen contagiarse de esa espiritualidad contundente y casi violenta. Décadas más tarde, A Love Supreme sigue inspirando tanto a músicos como a defensores de la religión y de las búsquedas espirituales y, finalmente, a oyentes para quienes las divisiones en géneros y los propósitos últimos de una obra artística no interfieren con el goce puro del sonido. "Yo soy creyente de todas las religiones", dijo una vez Coltrane; un mensaje de universalidad que hace mucha falta en los tiempos que corren. En cualquier caso, A Love Supreme, un disco que crece con cada escucha, es un clásico incómodo e indispensable de la historia de la música.
Publicado originalmente en la sección Música del suplemento cultural del ABC

martes, 3 de abril de 2007

GUÍAS DE JAZZ


La reciente aparición de la Penguin Guide to Jazz on CD en algunas librerías (así como su repentino agotamiento en pocas horas, hecho que obligó a reposiciones, encargos urgentes y demás avatares de los libros de éxito) trae, una vez más, los mismos interrogantes de siempre a la hora de analizar para qué sirve una guía de discos de jazz (o de cualquier otro género). Finalmente, guías de jazz no faltan, y las hay españolas, bastante anticuadas y con pomposos títulos como "los cien mejores discos de jazz de toda la historia" o "lo mejor de lo mejor". Hay una excelente Guía Playboy de Jazz, de Neil Tesser, uno de los más importantes periodistas especializados de Chicago, que si bien ha sido traducida al castellano en Argentina, no ha conseguido atraer a ningún editor ni distribuidor español, a pesar de que categoriza los discos por estilos históricos y que es una muy buena introducción al género. La guía de "álbumes esenciales" de jazz de Music Hound llega al punto de aconsejar qué discos comprar, qué discos comprar después y cuáles no comprar de cada artista consignado. Está la Gramophone Jazz Good CD Guide, que, con su doble calificación (calidad sonora y calidad musical) sostiene incluir sólo los "buenos" CD. La Penguin, de Morton y Cook, que lleva varias ediciones y es una de las más prestigiosas, tiene afán abarcador y exhaustivo. En sus casi dos mil páginas incluye miles de entradas y también un prefacio donde, si bien se disculpan por las omisiones, dan a entender que no son culpa de ellos. Todas tienen sus pro y sus contras, y, finalmente, todos los aficionados serios las consultamos alguna vez, con los recelos y resquemores del caso ("¿quiénes son estos tipos para decir que tal disco es malo, que tal otro es imprescindible, que éste es olvidable?"), a veces, incluso, para enojarnos por omisiones que consideramos imperdonables, por criterios dudosos. Las consultamos, también, para ver cómo va nuestra colección, para enorgullecernos de su envergadura o avergonzarnos de su incipiencia. Seguramente habrá quienes las consulten para su objetivo original, como guía de compras, y se ha visto a más de uno recorriendo las ofertas de las tiendas de discos con esos pesados libros en la mano. Pero lo más probable, al fin de cuentas, es que esas guías, que después de todo son caras y se agotan rápido, nos otorguen un vistazo de un mundo ideal al que nosotros, como meros aficionados, sólo podemos aspirar. Un mundo lleno de discos y discos, miles y miles de carátulas que los autores de las guías, en su privilegiado puesto de catalogadores, poseen, han escuchado, conocen y comentan con la displicencia de quien vive de eso.
Publicado originalmente en el suplemento cultural de ABC