miércoles, 11 de abril de 2007

LA ERA DEL JAZZ


«Las fiestas eran más grandes, el ritmo era más veloz, los espectáculos eran más amplios, los edificios eran más altos, la moral era más relajada». Con estas palabras, Francis Scott Fitzgerald describe una época de revoluciones artísticas y culturales así como de enervantes contradicciones y retrocesos. Desde el acortamiento de las faldas hasta el Ku Klux Klan, la Ley Seca, la mafia y los speakeasy, esos sórdidos locales donde florecía una música que luego marcaría el compás de décadas futuras, o hasta las espléndidas fiestas animadas por las sweet bands, todo parece haber sucedido en ese tiempo que algunos bautizaron como the roaring twenties y que Fitzgerald, prematura y premonitoriamente, llamó «la era del jazz».


La historia de la música tiene otros ritmos y contratiempos. En 1935, cuando el swing más enérgico, de la mano de Benny Goodman, hizo su irrupción en la escena, el jazz se convirtió en la música más popular de Estados Unidos y las palabras jazz y pop fueron sinónimos. La banda de sonido de los años veinte era, en la Norteamérica blanca y próspera, una suerte de mezcla de baladas, música clásica y el jazz remilgado que los blancos adaptaban para las fiestas. El jazz de la época ­que los críticos más respetados llaman classic jazz para diferenciarlo de estilos con rasgos más marcados como el swing o el be-bop­ ocurría en ámbitos más o menos subterráneos y en estado de cambio y efervescencia, de búsqueda de identidad.


En realidad el early jazz o jazz de Nueva Orleans existía desde fines del siglo XIX, y era herencia directa de las bandas de marchas militares y música fúnebre que, cuenta la leyenda, improvisaban de regreso del cementerio. En 1917, la Original Dixieland Jazz Band lo llevó a los blancos en una versión pasada por agua o directamente humorística. En uno de sus grandes éxitos, Livery Stable Blues, los vientos imitaban los chillidos y cacareos de los animales de granja. Pero en los años veinte se inició el éxodo de los músicos de Nueva Orleans a Chicago, lo que mejoró sus condiciones laborales, ayudó a difundir su música y dio lugar a las primeras grabaciones. Fue obra de Paul Whiteman hacer accesible el jazz al público blanco. Conocido en la época como «el rey del jazz», sus bandas siempre favorecieron un sonido suave y bailable, o sweet, muy lejano de la energía de las bandas negras.


No puede, sin embargo, negarse la importancia de Whiteman en la historia del jazz. Bastaría mencionar que en 1924 sugirió a George Gershwin que compusiera Rhapsody in Blue, una obra maestra que muchos años después inspiraría el movimiento de fusión de música clásica con jazz llamado Third Stream. Sobre el final de la década, Whiteman se había tornado más jazzístico y entre sus músicos estaban Bix Beiderbecke, el violinista Joe Venuti, el saxofonista Frankie Trumbauer, el trombonista Tommy Dorsey y el cantante Bing Crosby. Whiteman también abrió el camino a la formación de big bands que luego se alimentaron del swing, como la del pianista Fletcher Henderson, cuyo arreglista, Don Redman, fue el primero en dividir la banda en secciones (rítmica, de vientos) y creó arreglos complejos y futuristas. Por su parte el cornetista Bix Beiderbecke, con su sonido dulce y desgarrador y su sino de héroe trágico fallecido a destiempo, le daba una cara emblemática a la nueva era.


La verdadera historia, como siempre, pasaba por otro lado, más precisamente por Louis Armstrong, quien tanto con Fletcher Henderson como con sus grupos pequeños (The Hot Fives y The Hot Sevens) le iba cambiando el acento a la música, dándole importancia fundamental a los solos y sentando las bases de todo el jazz posterior, por no mencionar al trombonista Kid Ory o al maestro de Armstrong, King Oliver. Mientras tanto, pianistas negros de técnica increíble como James P. Johnson y Fats Waller elaboraban el estilo stride, y, muy cerca, asomaba la revolución liderada por Duke Ellington.


La «era del jazz» de Fitzgerald era una imagen prometedora y caótica de progreso, crecimiento, libertad, un caldo de contradicciones de donde surgiría un futuro mejor, una humanidad nueva. La depresión del 29 mató la ilusión y las guerras, se sabe, no habían terminado. Quizás el jazz, esa música inasible, se ha nutrido de esos ideales. Quizá el jazz sea, hoy, la continuación de aquel sueño.

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