domingo, 18 de noviembre de 2007

CUANDO EL JAZZ ES UN POEMA VISUAL


Tan lejos de la estética rígida de la música clásica como del eléctrico y luminoso colorido del rock, el jazz viene acompañado de un imaginario visual propio y particular, representado tanto por elementos obvios y reconocibles -como los ámbitos difuminados y llenos de humo, el brillo apagado y sepia de los bronces y las indiscretas gotas de sudor en las pieles negras- como por una suerte de atmósfera más o menos urbana, una sensualidad (sutil o manifiesta) y la compleja textura de sombras y luces que siempre sugiere el jazz.

Inmensa edición. Desde las insinuantes poses cool de algunas famosas cubiertas, que parecen colocar al intérprete en un lugar de sabiduría difícil que él está dispuesto a transmitir, hasta el ardor concentrado de una banda en plena actuación, las imágenes del jazz siempre dicen más de lo que muestran, remitiendo a un sonido quizás no inmediatamente identificable pero que se deja ubicar con facilidad en un género, en un mundo o en una cultura.En la inmensa (en todos los sentidos del término) edición de Jazz Life que Taschen acaba de distribuir en España, el fotógrafo William Claxton, responsable de muchas de esas prototípicas cubiertas, retrata el jazz, con sus fotografías y con el ingenuo e ingenioso texto (por desgracia no traducido al castellano) del musicólogo alemán Joachim Berendt, como un viaje, tanto literal como metafórico. En 1959 y 1960, Claxton y Berendt emprendieron un recorrido fotográfico e histórico por la ruta del jazz en los Estados Unidos. Eran años fundamentales, con Kind of Blue de Miles Davis sonando en el aire, con John Coltrane, Stan Getz y Bill Evans como las estrellas habituales del firmamento musical. Pero el viaje que aparece retratado en este magnífico, indispensable libro, empieza casi humildemente, en Nueva Orleans, en el jazz que se respira en las calles, en las iglesias, con músicos anónimos, instrumentos baratos, ropas andrajosas, con aquellas proverbiales bandas fúnebres que tocaban adustas marchas en el camino de ida al cementerio y jazz en el camino de vuelta. Si cada foto de este libro es un momento, anclado en las palabras explicativas de Berendt, es también un momento cargado de tiempo, de décadas de historia y de futuros posibles o adivinados. Desde los spirituals al free y la vanguardia, desde Nueva Orleans hasta Memphis, St. Louis, Chicago y Nueva York, pasando por el desgarrador testimonio recogido en la penitenciaría de Angola, Louisiana, fábrica de penas y de blues, estas figuras recorren también el lado duro del jazz, el de los orígenes, las postergaciones. El glamour de un Stan Getz en la puerta de un club, la maravillosa imagen de Bill Evans prácticamente absorbido por su piano, conviven con la lucha cuesta arriba de Art Pepper contra las drogas, con la cara desalentadora de un Chet Baker sin dientes, o, en una imagen extrañamente melancólica, con la silueta anónima de un marinero saxofonista en la puerta del Village Vanguard neoyorquino.

Una mirada dedicada. Con sus casi setecientas páginas, su CD con música compilada en el mismo recorrido que hicieron los autores, sus muchos kilos de peso (el libro viene con una práctica carpeta de cartón para su transporte), Jazz Life no es un libro de fácil manejo, lo que tal vez, en el fondo, sea parte de su atractivo. Sus páginas no pueden abrirse de manera casual ni hojearse rápidamente, como al pasar. Este libro-objeto perfecto -del que también hay una especialísima edición limitada de lujo para coleccionistas, con cubierta de tela y fotos autografiadas- exige de su lector una mirada y una lectura dedicada, un momento de concentración casi absoluta que permita sumergirse en algunos de sus secretos.

martes, 25 de septiembre de 2007

EL ARTE DE ROMPER EL TIEMPO


La música es un arte del tiempo. Puede texturarse, adensarse, llenarse de capas y colores como forma de negar ese avance lineal, continuo e irrepetible. Quizá era eso lo que buscaban los clásicos europeos, y quizá los africanos siempre supieron que eso era imposible. Los grandes bateristas de jazz, los maestros de los ritmos, fueron aquellos que supieron hacer suyo ese avance, jugar con él como si fuera la herramienta de un prestidigitador. En 1979, Roach fundó un grupo de percusionistas llamado M’Boom cuyo primer disco homónimo es, además de una maravilla, una ilustración perfecta de lo que se puede hacer con el tiempo, jugando y pervirtiendo valores establecidos y pétreos como la simultaneidad, el silencio, los espacios y el ritmo. Ese disco bastaría para dar dimensión al tremendo agujero que acaba de crearse en la música con la ida de Roach.

Pero hay más. La historia dice que cuando los jóvenes subversivos de Dizzy Gillespie y Charlie Parker estaban preparando esa bomba llamada be bop, fue Max Roach el que sustentó todos los ataques modificando la manera de plantear el pulso del jazz, creando, junto a otro revolucionario de la batería como Kenny Clarke, una textura mucho más ligera, aguda y feroz que le dio al bebop la fuerza de su expansión rítmica, precisamente su característica más llamativa e hiriente. En esa nueva y velocísima aventura, Max Roach se las ingenió para subdividir los segundos y llenarlos de sentido, rompiendo estructuras con toques sutiles y poderosos. En 1949 fue uno de los parteros del Birth of the Cool de Miles Davis. En 1953, coprotagonizó con Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Bud Powell y Charlie Mingus el concierto y posterior disco Jazz At Massey Hall, uno de los momentos más oscuros, más enloquecidos y fundamentales del jazz. Compuso piezas políticas y orquestales como We Insist: Freedom Now Suite y llegó a interrumpir un concierto de Miles Davis que estaba auspiciado por una institución africana que a él le parecía sospechosa. En 1962 participó de la joya Money Jungle con Duke Ellington y Charlie Mingus, y sus dúos con el trompetista Clifford Brown son discos seminales del hard bop. Todos estos discos bastarían para el pedestal al más grande batería, pero hubo más, siempre hubo más. Música para películas, sinfonías, exploraciones con vanguardia, hasta con el rap. Cuando alguien definió el be bop como un estallido rítmico estaba pensando en Max Roach. Nadie como él supo hacer un arte de la ruptura imposible del tiempo. Murió hace pocos días, el 16 de agosto, y desde entonces hay tambores en silencio.

sábado, 11 de agosto de 2007

“¿Qué es el swing? ¿Y tú me lo preguntas?”


Buddy Rich
Argo, Emarcy and Verve Small Groups Buddy Rich Sessions


Antes de las primeras grabaciones de esta fascinante antología Buddy Rich ya había destronado a Gene Krupa como el mejor baterista de jazz de todos los tiempos lo que, sumado a esa improbable anécdota de que su ingreso en el mundo del espectáculo se produjo cuando apenas tenía un año y medio en el show de vaudeville de sus padres, le dan a su historia y a su obra una pátina demasiado legendaria y hollywoodense, de ésas que suelen diluir, en recelos y sospechas, cualquier gran obra. Famoso también por su mal genio (de hecho, circulan en internet grabaciones de sus insultos a los músicos) y por haber sostenido con éxito big bands en una época en que parecían una elefantiásica reliquia del pasado, Buddy Rich se forjó una reputación de baterista casi excesivamente virtuoso, poderoso, rocambolesco, y ajeno a las sutilezas. Esto último, al menos, se desmiente una y otra vez a lo largo de estas sesiones. La primera, grabada en 1953 al frente de los «Buddy Rich All Stars», con una formación ideal (Sweets Edison y Benny Carter, entre otros), empieza con una fuerza y una calidad insuperables. Tanto los standards, que amenazan, pero no llegan a ser, vehículos de exhibiciones de destreza, como esas composiciones de Rich que parecen tan sólo una excusa para hacer música pero que también tienen riffs melódicos muy interesantes (Me and My Jaguar, Just Blues y otros, editados en su momento con el título de The Swinging Buddy Rich) son un ejemplo de una banda que parece un mecanismo de relojería y, al mismo tiempo, una definición tautológica, por perfecta, del swing. El swing es esto, parece decir cada uno de los acordes.


Ese primer disco es un buen resumen y declaración de intenciones swing. Hay piezas con otra, ligeramente distinta «All Stars», y luego tres temas extensos del «Buddy Rich Ensemble», con Oscar Peterson, Thad Jones y Joe Newman (parte del disco The Wailing Buddy Rich y de Sing and Swing with Buddy Rich), todos con un papel fundamental en los solos. La trompeta dulce y penetrante de Edison, ausente de este último «Ensemble», es, sin embargo, parte fundamental del sonido general de la caja. Regresa con el «Buddy Rich Quintet», esta vez acompañado de Sonny Criss, para coquetear con el bebop en temas como «Sonny and Sweet» o «The Two Mothers» y en un segundo «Quintet» sin saxo y con la guitarra de Barney Kessel, en una sesión de 1955 que en su momento se editó como Buddy and Sweets y que ocupa gran parte del disco dos de la caja. Count Basie es otro de los fantasmas que sobrevuelan esta caja y se instala en el homenaje This one’s for Basie, de la «Buddy Rich Orchestra», once músicos con Marty Paich en los arreglos que ocupa casi todo el disco tres y es un buen ejemplo de la fuerza arrolladora de Rich al frente de una (casi) big band. Más interesante es lo que el «Buddy Rich Quartet» hace con Basie en la sesión del disco Buddy Rich in Miami (aquí en el disco 4): Flip Phillips, Ronnie Ball y Peter Ind corren detrás de Rich, que sostiene a puro ritmo un swing preciso y poderoso. Y mucho más interesante aún es el «Buddy Rich Septet», con los impresionantes Mike Mainieri y Dave McKenna entre otros. Empezando con el inédito «Pent-up House» de Sonny Rollins, donde Rich hace un solo exuberante y prolífico en matices, lleno de sutileza y guiños, el septeto vira hacia el bebop, con temas de Gillespie y Monk, entre otros. Y es aquí donde esta caja de Mosaic revela toda su gloria, donde deja de ser una exhaustiva antología de un baterista para convertirse en un pedazo fundamental de los movimientos en el jazz que de una u otra manera están atravesados por el swing, tanto en su definición más simple como en su versión más densa y compleja. Es en este disco IV y en el V, en el pasaje del cuarteto al septeto, donde la historia crece y se ramifica. Las mismas sesiones del septeto, apenas dos días de abril de 1960, ocupan la primera parte del disco V y fueron, en su momento, el LP The Driver. Mientras en «A Night in Tunisia» y en menor medida en «Straight No Chaser» encontramos al Rich incontenible, que parece no poder dejar de correr, el tema «Astronaut» de Ernie Wilkins se destaca por el solo de McKenna y por el papel subsidiario pero a la vez sutilmente omnipresente que se reserva Rich. Esa sutileza vuelve en la segunda parte de este disco, a cargo de la formación «Buddy Rich and his Buddies». Si Edison domina los primeros de estos discos, sobre el final la presencia fundamental es la de Mike Mainieri, que dobla como arreglista y que tiene un papel casi protagónico en «Misty» y en la aceleradísima «Cheek to Cheek», mientras que entre los otros «Buddies» (en realidad tres formaciones ligeramente distintas para sesiones entre octubre de 1960 y enero de 1961) destaca Sam Most en clarinete, flauta y saxo. Algunos de los temas a cargo de los «Buddies» se editaron en el LP Playmates y otros que están mayormente en el sexto de estos discos,como la veloz y multirrítmica «The Surrey with the Fringe on Top», están inéditos, aportando el valor añadido de esta caja.

Con algunos agregados, el último disco, a cargo de «Buddy Rich ans his sextet» incluye el CD Blues Caravan (comentado por Carlos Sampayo en el número 94 de CDJ). El disco se abre con un solo de Rich iracundo y contundente, en un hard-bop duro de Horace Silver, con una cuasi violencia be-bop a la que no tardan en sumarse el vibráfono de Mainieri y la notable flauta de Sam Most, cuya presencia en este disco debería dar lugar a una exploración en profundo de su obra. «Caravan» tiene un comienzo similar pero la atmósfera es menos recargada y el disco crece en sutileza ellingtoniana. Este tema es otro de los que pueden servir para resumir el disco: el swing como estrella de múltiples significados, con prisa y con pausa, pero siempre como una fuerza propulsora, como una representación más terrenal y asociada al placer de ese motor semoviente del que hablan algunas teologías.


Buddy Rich (bat, v); Harry “Sweets” Edison, Thad Jones, Joe Newman, Pete Candoli, Conrad Gozzo, Markie Markowitz, Don Goldie, Rolf Ericson, (t); Milt Bernhart, Frank Rosolino, Bob Enevoldsen, Willy Dennis (tb); Benny Carter, Sonny Criss (sa); George Auld, Tom Brown, Ben Webster, Frank Wess, Bob Cooper, Flip Phillips, Seldon Powell (st); Bob Lawson, Bob Poland (sb); Buddy Colette (sb, fl); Jimmy Rowles, Gerald Wiggins, Oscar Peterson, Ronnie Ball, Dave McKenna, John Morris (p); John Simmons, Joe Comfort, Joe Mondragon, Peter Ind, Earl May, Richard Evans, Wyatt Ruther (b); Freddie Green, Barney Kessel, Bill Pittman, Wylbur Wynne (g); Mike Mainieri (vib, marimba, arr.); Sam Most (cl, fl, sa); Vince Marino (perc.); Marty Paich, Ernie Wilkins (arr.)

Los Angeles, Nueva York, Miami y Chicago entre 1953 y 1961

Mosaic B0006063-02 (7 CD)


Reseña publicada en Cuadernos de Jazz

miércoles, 11 de julio de 2007

AVANTANGO


¿Qué tiene de raro encontrar a Thomas Chapin, el malogrado multiinstrumentista que representó como nadie la movida “loft” neoyorquina, tocando tangos de Salgán y Piazzolla acompañado de Ethan Iverson, el líder enfant terrible de The Bad Plus, todo dirigido por Pablo Aslan, contrabajista argentino, en directo en la legendaria sala neoyorquina Knitting Factory? Bastante, en realidad. Ahora que el tango parece haber conseguido, por fin, modernizarse con la excelente aunque inconstante compañera de baile que resultó ser la electrónica, cabe recordar el elevado nivel musical y artístico de este intento de fusionarlo con el jazz, en una de las primeras encarnaciones de un proyecto llamado Avantango.


Avantango
Y en el 2000 también

Pablo Aslan (b); Thomas Chapin (sa, fl); Ethan Iverson (p)
Grabado en vivo en la Knitting Factory 8 de mayo de 1996

En mayo de 1996 faltaban un par de meses para que Thomas Chapin grabara su obra maestra, Sky Piece, pero ya se había convertido en una de las mejores y más artísticas encarnaciones de la escena «loft» de los noventa. Ethan Iverson ya había mostrado sus inclinaciones free bop en School Work, su primer disco, antes de iniciar los procesos de deconstrucción con The Bad Plus que lo harían más notorio. Pablo Aslan, el líder de todo este asunto, se mudó a Nueva York en la década de los ochenta y fundó, además de Avantango, los grupos New York Buenos Aires Connection y el New York Tango Trio. En 1997, después de la grabación de este disco, participó de una gira con Yo-Yo-Ma y también fue miembro del Quinteto de Nuevo Tango de Pablo Ziegler. Hombre versátil, es capaz de acompañar tanto a Joe Lovano y a Gary Burton como a Julio Iglesias y Shakira. Su formación Avantango, ya no este magnífico e irrepetible trío con dos representantes de la vertiente más intelectual del free jazz, sino un sexteto acompañado de una cantante y una troupe de bailarines, representa para muchos el epítome de la «escena tango jazz» neoyorquina y sacó un disco, Avantango, en el 2004, que curiosamente figura en muchas partes como el primero. Pero la profunda y por momentos conmovedora música del trío Aslan-Chapin-Iverson de 1996 hacen que sea prácticamente un crimen olvidar este Y en el 2000 también.

Como era de esperar, el disco se abre con un tema de Piazzolla, sujetado por el bajo firme y lleno de recursos de Aslan. Luego «Don Agustín Bardi», de Horacio Salgán, ya es una fiesta en manos de este poderoso trío, polirrítmico, tanguero, canyengue, sucio y a la vez profundamente tributario del free. Chapin recorre ríos y meandros con su saxo, arrastrando a Iverson (que suena un poco tímido a su lado), mientras Aslan parece contemplarlo todo y marca el momento de volver. Aquí se juega todo: tango, free y dinámica de trío. «Che Bandoneón» de Troilo y Manzi es la ternura, encarnada otra vez por Chapin. En «Tomo y obligo», el espíritu gardeliano se desliza por el contrabajo de Aslan y la flauta de Chapin. Hay otro Piazzolla («Baires 72») y una suite compuesta por Chapin («Telling comment») que se contagia y fluye con el espíritu tanguero del disco y donde las intervenciones de Iverson parecen marcar el compás desde las sombras. «Petite Fleur» de Sidney Bechet se convierte en tango, con el ritmo marcado por el arco del contrabajo y entrelazado con el saxo alto de Chapin. Además de la altísima musicalidad de este disco, hay una honestidad intelectual en estas fusiones y transformaciones de la que carecen otros intentos tango-jazzeros o viceversa. El disco se cierra con un homenaje a Sabat de Aslan («Sabateando»), otra suite que repite la dinámica fluida y sin contradicciones del tango y el free bop. Editado en 1998, poco después de la muerte de Chapin, todo este disco resume, con una adecuada melancolía porteña y tanguera, el concepto de lo irrepetible.
Publicado en la sección Rarum de la revista Cuadernos de Jazz

miércoles, 16 de mayo de 2007

BELLEZA Y HORROR


Difícilmente Tarik Shah, un contrabajista de la escena neoyorquina que tocó con Ahmad Jamal, Betty Carter y Abbie Lincoln, entre otros, habría sido más que una nota al pie de página en la Historia del jazz. Pero, como se ha informado recientemente, Shah lleva dos años en prisión acusado de cooperar con Al Qaeda y haber jurado lealtad a Bin Laden. Según los cargos, el músico se ofreció a entrenar a «hermanos» en artes marciales y fabricación de armas. Desde entonces, el mundo del jazz está revolucionado. Howard Mandel, presidente de la Jazz Journalists Association, considera lo ocurrido un ataque a la libertad de expresión, entre otros derechos constitucionales vulnerados. J. B. Spins, profesor de jazz y de política, contraataca diciendo que si las acusaciones son ciertas, Shah estaría rechazando los grandes valores del jazz: libertad, inclusión e integridad artística. Mientras una somera lectura de los antecedentes del caso revela demasiadas inconsistencias en la acusación y, al mismo tiempo, una actuación judicial irregular, la propia posibilidad de que esto sea cierto es lo que estremece, y preocupa, a todos los que se relacionan de una u otra manera con el jazz.
No se trata de que, como se apresuran a sostener algunos, tal vez ésta no sea una música apta para los postulados culturales más rígidos del islamismo. El mundo del jazz está lleno de musulmanes (Ahmad Jamal, Abdullah Ibrahim, Yusef Lateef) y tantos otros, de modo que no es ésa la contradicción. Pero el ansia de matar por un ideal, fuera cual fuera, en un músico (si hay algo de verdadero en este caso) pone en escena un sinnúmero de opuestos en una misma persona. La capacidad de hacer belleza y el horror, la libertad -como dice Spins-, que es inherente al jazz, con el cautiverio de la muerte y el terror. En realidad, la música no nos exime ni redime de nada. El mundo del jazz está lleno de canallas, algunos de los cuales han quedado en la historia como grandes próceres del género (pensemos tan sólo en Chet Baker) y, finalmente, la capacidad del ser humano de hacer daño y belleza parecen ilimitadas. De todas formas, la actitud de Howard Mandel y de la periodista especializada Margaret Davis (que tiene una web, http://tariksfriends.faithweb.com/ sobre este caso) de sostener la inocencia de Shah, es la mejor, y no sólo por las deficiencias de la acusación. Creer que el jazz es un contrapeso, aunque lastimoso e insuficiente, contra todos los males de este mundo puede ser una actitud ingenua, pero en cierta forma enaltece a quien la sostiene. Poco más nos queda.

Columna de la sección música del suplemento cultural ABCD en las Artes y en las Letras el 12-05-2007.

viernes, 27 de abril de 2007

UN UNIVERSO CAMBIANTE

Con el porte melancólico y orgulloso de los que se reconocen como una especie en extinción, los fanáticos del jazz circulan por los mundos de la música como quien cumple una misión en la vida. Es fácil reconocerlos: clasifican sus discos ­que poseen en cantidades abrumadoras­ en orden alfabético y cronológico, tienen muchos libros sobre el tema, que leen con perenne desacuerdo, disparan como si tal cosa clasificaciones y subcategorías como hard bop, new cool, post bop y swing nouveau, que suenan como sortilegios masónicos a oídos ajenos. Muchos de ellos podrían pasar los temibles exámenes de reconocer músicos con los ojos vendados, discuten entre sí por un «quítame de allí esas secciones de vientos» y otorgan a ciertos títulos de jazz el inasible honor de marcar períodos de su vida, como los describe Carlos Sampayo en Memorias de un ladrón de discos.

Algunos de ellos, en una actitud romántica e indefendible, afirmarán que el vinilo suena mejor que los compact-discs; otros juran por A Kind of Blue de Miles Davis o por algún que otro salto al vacío de Charlie Parker. Los ofenden las diatribas neotradicionalistas de Wynton Marsalis, y, por lo general, el combustible que alimenta sus acaloradas disputas sobre tal o cuál estilo es el inconmensurable placer de predicar a los conversos. Saben que están condenados a desaparecer: por un lado, el bombardeo de información inútil y accesible hace innecesarios a estos cultores de la sabiduría oral y personal; por otro, siempre han sufrido de la incomprensión de cónyuges, compañeros y otros seres cercanos, que atacan con saña su obsesiva, cuasi religiosa pero finalmente inocente, búsqueda del placer.

Hay algo de noble y quijotesco en todo eso: el jazz, con sus takes irrepetibles y su constante movimiento, es un terreno movedizo y cambiante. Los fanáticos del jazz lo saben, y se enfrentan día a día con un imposible borgiano: hacer un mapa nuevo de un universo que nunca es el mismo.

Publicado originalmente en el suplemento cultural del ABC hace un montón de tiempo.

sábado, 21 de abril de 2007

RARUM - TRIBUTO A JACO PASTORIUS


Algunos discos de jazz son así: anómalos, extraños, peculiares, medio monstruosos o aberrantes en su originalidad. Ya sea por su origen, su formación o por una propuesta que no acaba de cuajar en la versión más estricta de lo que es una pieza de jazz, estos discos se instalan incómodamente en el borde de lo conocido, dejándonos con la sensación de que todavía quedan otros universos y conceptos por explorar. En esta sección los iremos descubriendo uno a uno, y un homenaje totum revolutum a Jaco Pastorius con músicos como Hiram Bullock, Felix Pastorius, John Pattitucci, Gil Goldstein o Marcus Miller pero con sabor a mate y viento montevideano es un buen comienzo.


Gospel for J. F. P. III – Tribute to Jaco Pastorius

Hiram Bullock, Bireli Lagrene, Toninho Horta, Mike Stern, Romero Lubambo (g); Michael Gerber, Alex Darqui (p); Kenny Davis, Pete Sebastian, Felix Pastorius, Marcus Miller, John Patitucci, Carles Benavent, Francisco Fattoruso (b); Danny Gottlieb, Jonathan Joseph, Billy Hart, Kenwood Dennard, Rich Franks, Jorge Osvaldo Fattoruso (bat); Armando Marçal, Othello Molyneaux, Robert Thomas Jr. (perc.); Alex Acuña (bat, perc.); Bob Mintzer, Jorge Pardo (s); Abel Pabon, Delmar Brown, Charles Blenzig (tecl); Hugo Fattoruso (tecl, p, v); Gil Goldstein (p, tecl, acordeón); con el coro Contrafarsa y el grupo coral y percusivo Del Cuareim. Moonjune Records (2005) – MJR005

El tema “I Can Dig It Baby”, que aparece promediando este disco, se asemeja a una de esas caprichosas danzas del azar de las que hablaba Cortázar y resume, con su curiosa historia, el afán de caos creativo que se esconde detrás de este homenaje. Compuesto por Willie Hale, Betty Wright y Willie Clarke, la primera versión se incluyó en el elepé de 1974 Party Down de “Little Beaver” Hale, un guitarrista soul de los setenta. El bajista de aquella lejana sesión aparecía registrado en los créditos como Nelson “Jocko” Padron, aunque, según afirman los responsables de este Gospel for J.F.P., su verdadero nombre era John Francis Pastorius III, alias Jaco. El grupo del Cuareim, con la dirección del legendario Hugo Fattoruso, lo convierte en un candombe coral y percusivo y lo graba en el teatro Sala Brunet de Montevideo, para que luego Felix, el hijo de Pastorius, le añada su bajo desde Nueva York. El resultado, quizá gracias a ese candombe tan contagioso, es rústico pero memorable. Un proceso mágicamente similar ocurre con “Three Views of a Secret” (este sí de Pastorius) que abre el disco. Las voces rugosas de Contrafarsa ocupan poco más de uno de los nueve minutos que ocupa el tema y sin embargo su presencia contamina, con una deliciosa y perenne “uruguayosidad”, la totalidad de la plácida improvisación de las guitarras de Lagrene y Bullock. Y después de que Michael Gerber encara “Las olas” --un tema de Pastorius que él no grabó, sino que apareció en un disco de Airto Moreira y Flora Purim--, como una suave balada brasileña, con Toninho Horta en el papel protagonismo, la banda de Othello Molineaux y Bob Mintzer nos lanzan de lleno a la tradición Weather Report de “Havona”, con Pete Sebastian haciendo una aceptable personificación de Jaco, y Michael Gerber vuelve con un “Continuum” muy suave y preciso, con los teclados precisos de Gil Goldstein y la insinuante guitarra de Mike Stern, justo antes del candombero “I can dig it”. La última intervención de Gerber es al frente de un trío acústico bastante tradicional con “Dania”. Goldstein superpone efectos de guitarra a su acordeón, creando atmósferas muy densas, en “Punk Jazz”, otro de los extraños y numerosos y excitantes colores de este caleidoscópico tributo, y de él saltamos a un funk-jazz muy electrizado en la versión de Kenwood Dennard, Marcus Miller y Bullock, entre otros, del clásico de Weather Report “Teen Town”. “Microcosm”, otra composición inédita de Pastorius, recibe un tratamiento muy evansiano (o scott lafariano) a cargo del trío de Rich Franks, Alex Darqui y John Patitucci. Y cuando ya parecía que no había más sorpresas, el peculiar grupo Zebra Coast (Goldstein, el peruano Alex Acuña y los españoles Jorge Pardo y Carles Benavent) hace un reggae feliz y extendido con otro tema inédito, “Good Morning Anya”. Así, este peculiar tributo, que suena raro en el papel y maravillosamente extravagante en el CD, se cierra con el tema que le da su título y que es uno de los dos no compuestos por Pastorius. Este “Gospel for J.F.P. III”, de Hugo Fattoruso y Neil Weiss nos regresa a Montevideo de la mano de los tres Fattoruso, con un tema deliciosamente anticuado, cargado de teclados y pesadez de blues.
Publicado en la sección "Rarum" de la revista Cuadernos de Jazz

miércoles, 11 de abril de 2007

LA ERA DEL JAZZ


«Las fiestas eran más grandes, el ritmo era más veloz, los espectáculos eran más amplios, los edificios eran más altos, la moral era más relajada». Con estas palabras, Francis Scott Fitzgerald describe una época de revoluciones artísticas y culturales así como de enervantes contradicciones y retrocesos. Desde el acortamiento de las faldas hasta el Ku Klux Klan, la Ley Seca, la mafia y los speakeasy, esos sórdidos locales donde florecía una música que luego marcaría el compás de décadas futuras, o hasta las espléndidas fiestas animadas por las sweet bands, todo parece haber sucedido en ese tiempo que algunos bautizaron como the roaring twenties y que Fitzgerald, prematura y premonitoriamente, llamó «la era del jazz».


La historia de la música tiene otros ritmos y contratiempos. En 1935, cuando el swing más enérgico, de la mano de Benny Goodman, hizo su irrupción en la escena, el jazz se convirtió en la música más popular de Estados Unidos y las palabras jazz y pop fueron sinónimos. La banda de sonido de los años veinte era, en la Norteamérica blanca y próspera, una suerte de mezcla de baladas, música clásica y el jazz remilgado que los blancos adaptaban para las fiestas. El jazz de la época ­que los críticos más respetados llaman classic jazz para diferenciarlo de estilos con rasgos más marcados como el swing o el be-bop­ ocurría en ámbitos más o menos subterráneos y en estado de cambio y efervescencia, de búsqueda de identidad.


En realidad el early jazz o jazz de Nueva Orleans existía desde fines del siglo XIX, y era herencia directa de las bandas de marchas militares y música fúnebre que, cuenta la leyenda, improvisaban de regreso del cementerio. En 1917, la Original Dixieland Jazz Band lo llevó a los blancos en una versión pasada por agua o directamente humorística. En uno de sus grandes éxitos, Livery Stable Blues, los vientos imitaban los chillidos y cacareos de los animales de granja. Pero en los años veinte se inició el éxodo de los músicos de Nueva Orleans a Chicago, lo que mejoró sus condiciones laborales, ayudó a difundir su música y dio lugar a las primeras grabaciones. Fue obra de Paul Whiteman hacer accesible el jazz al público blanco. Conocido en la época como «el rey del jazz», sus bandas siempre favorecieron un sonido suave y bailable, o sweet, muy lejano de la energía de las bandas negras.


No puede, sin embargo, negarse la importancia de Whiteman en la historia del jazz. Bastaría mencionar que en 1924 sugirió a George Gershwin que compusiera Rhapsody in Blue, una obra maestra que muchos años después inspiraría el movimiento de fusión de música clásica con jazz llamado Third Stream. Sobre el final de la década, Whiteman se había tornado más jazzístico y entre sus músicos estaban Bix Beiderbecke, el violinista Joe Venuti, el saxofonista Frankie Trumbauer, el trombonista Tommy Dorsey y el cantante Bing Crosby. Whiteman también abrió el camino a la formación de big bands que luego se alimentaron del swing, como la del pianista Fletcher Henderson, cuyo arreglista, Don Redman, fue el primero en dividir la banda en secciones (rítmica, de vientos) y creó arreglos complejos y futuristas. Por su parte el cornetista Bix Beiderbecke, con su sonido dulce y desgarrador y su sino de héroe trágico fallecido a destiempo, le daba una cara emblemática a la nueva era.


La verdadera historia, como siempre, pasaba por otro lado, más precisamente por Louis Armstrong, quien tanto con Fletcher Henderson como con sus grupos pequeños (The Hot Fives y The Hot Sevens) le iba cambiando el acento a la música, dándole importancia fundamental a los solos y sentando las bases de todo el jazz posterior, por no mencionar al trombonista Kid Ory o al maestro de Armstrong, King Oliver. Mientras tanto, pianistas negros de técnica increíble como James P. Johnson y Fats Waller elaboraban el estilo stride, y, muy cerca, asomaba la revolución liderada por Duke Ellington.


La «era del jazz» de Fitzgerald era una imagen prometedora y caótica de progreso, crecimiento, libertad, un caldo de contradicciones de donde surgiría un futuro mejor, una humanidad nueva. La depresión del 29 mató la ilusión y las guerras, se sabe, no habían terminado. Quizás el jazz, esa música inasible, se ha nutrido de esos ideales. Quizá el jazz sea, hoy, la continuación de aquel sueño.

miércoles, 4 de abril de 2007

ALGO FRESCO





«Quisiera tomar algo fresco», dice la voz lánguida, apenas por encima del susurro, de June Christy, una voz que sugiere un trasfondo de conflictos subatómicos, de amores no correspondidos, de una soledad helada e infinita. «Something Cool», esa maravillosa canción-novela en miniatura de cuatro minutos, fue un éxito arrollador de ventas, tal vez porque reflejaba demasiado bien las corrientes oscuras y amargas que se ocultaban detrás del obligado optimismo de los norteamericanos años cincuenta. Más tarde se convirtió en una suerte de himno de batalla de toda una generación de cantantes que favorecían, en contraste con el caudal inagotable y hot de las grandes divas negras, un sonido sutil, sugerente y sin vibrato. June Christy, en especial en el imprescindible disco Something Cool encarnó esa filosofía de una manera tan plena que para algunos fue la gran cantante de jazz de su era. En realidad, por supuesto, las grandes cantantes cool fueron tres, parecidas entre sí, en un análisis superficial, como tres copos de nieve, pero dueña, cada una, de una geometría diferente.
Las tres se recibieron de cool en la orquesta de Stan Kenton, la más elegante y fina de las big bands. Anita O’Day era quizá la más técnica, con una voz llena de matices que manejaba como un pincel de trazo fino y texturado. A pesar de su exterior cool, todo en ella transpiraba una sexualidad casi volcánica; su voz sugería deslices, retrataba a una mujer irresistible y fácil de tentar, sus duetos con el trompetista bebop Roy Eldridge siguen sonando hoy como un rescoldo crujiente y en Anita sings the most, con Oscar Peterson, su sensualidad parece al borde del hervor. En 1945 la precedió June Christy en la orquesta de Kenton, como una versión más delicada y melancólica de O’Day y, de hecho, la acusaron de imitarla. Una acusación similar sufrió Chris Connor, la tercera. En realidad hoy se la considera la cantante cool por excelencia, con una afinación y una economía expresiva inigualables, como se oye en The George Gerswhin Almanac of Songs.

No quedan, hoy, grandes cantantes cool como ésas, pero la suavidad, la sensualidad y las cargadas insinuaciones de ese canto no se han esfumado del todo. A veces su sonido se vislumbra, apagado y lejano, en los escasos momentos felices de Diana Krall, o se refleja en una trompeta lejana, en los ecos de una tarde otoñal abrigada sólo por recuerdos.

LA SUPREMACÍA DEL AMOR - John Coltrane


A casi cuarenta años de su grabación, A Love Supreme, el disco máximo de la carrera de John Coltrane y uno de los más importantes de la historia del jazz, sigue siendo una fuente inagotable de descubrimiento y sorpresa. Una nueva y estimulante "edición de lujo", recientemente distribuida en España, permite, una vez más, el goce de ese juego. Con poco más de media hora de duración, esta suerte de suite, que John Coltrane compuso como su "humilde ofrecimiento" a Dios, se asemeja, en cierta medida, a un imposible palacio árabe, con su arquitectura sencilla y precisa que esconde, a medida que se avanza por sus pasillos y sus laberintos, tesoros de una fastuosidad inimaginable.
En diciembre de 1964, con treinta y ocho años de edad, Coltrane ya había revolucionado el jazz varias veces, cambiando los paradigmas de la manera de ejecutar el saxo tenor y estirando los límites del hard-bop de la década anterior, hasta ubicarse en una suerte de vanguardia que coqueteaba con las rupturas definitivas del free sin librarse del todo de los cánones armónicos más tradicionales. También había emprendido un camino espiritual que quiso reflejar en este nuevo disco, dividido en cuatro partes –Reconocimiento, Resolución, Prosecución, Salmo— como cuatro hitos en el mapa de su propio ascenso místico. De esa manera, la música de A Love Supreme funciona también como un camino dentro de esa Alhambra imaginaria, con una entrada sencilla que da la bienvenida al oyente, para luego sorprenderlo con estructuras reiteradas en distintos ángulos, sutiles variaciones, explosiones, desvíos y petit morts de llanto y alegría. Sus acompañantes, el legendario cuarteto completado con el pianista McCoy Tyner, el contrabajista Elvin Garrison (de quien éste es sin duda el punto máximo de su carrera) y el polirrítmico baterista Elvin Jones, parecen contagiarse de esa espiritualidad contundente y casi violenta. Décadas más tarde, A Love Supreme sigue inspirando tanto a músicos como a defensores de la religión y de las búsquedas espirituales y, finalmente, a oyentes para quienes las divisiones en géneros y los propósitos últimos de una obra artística no interfieren con el goce puro del sonido. "Yo soy creyente de todas las religiones", dijo una vez Coltrane; un mensaje de universalidad que hace mucha falta en los tiempos que corren. En cualquier caso, A Love Supreme, un disco que crece con cada escucha, es un clásico incómodo e indispensable de la historia de la música.
Publicado originalmente en la sección Música del suplemento cultural del ABC

martes, 3 de abril de 2007

GUÍAS DE JAZZ


La reciente aparición de la Penguin Guide to Jazz on CD en algunas librerías (así como su repentino agotamiento en pocas horas, hecho que obligó a reposiciones, encargos urgentes y demás avatares de los libros de éxito) trae, una vez más, los mismos interrogantes de siempre a la hora de analizar para qué sirve una guía de discos de jazz (o de cualquier otro género). Finalmente, guías de jazz no faltan, y las hay españolas, bastante anticuadas y con pomposos títulos como "los cien mejores discos de jazz de toda la historia" o "lo mejor de lo mejor". Hay una excelente Guía Playboy de Jazz, de Neil Tesser, uno de los más importantes periodistas especializados de Chicago, que si bien ha sido traducida al castellano en Argentina, no ha conseguido atraer a ningún editor ni distribuidor español, a pesar de que categoriza los discos por estilos históricos y que es una muy buena introducción al género. La guía de "álbumes esenciales" de jazz de Music Hound llega al punto de aconsejar qué discos comprar, qué discos comprar después y cuáles no comprar de cada artista consignado. Está la Gramophone Jazz Good CD Guide, que, con su doble calificación (calidad sonora y calidad musical) sostiene incluir sólo los "buenos" CD. La Penguin, de Morton y Cook, que lleva varias ediciones y es una de las más prestigiosas, tiene afán abarcador y exhaustivo. En sus casi dos mil páginas incluye miles de entradas y también un prefacio donde, si bien se disculpan por las omisiones, dan a entender que no son culpa de ellos. Todas tienen sus pro y sus contras, y, finalmente, todos los aficionados serios las consultamos alguna vez, con los recelos y resquemores del caso ("¿quiénes son estos tipos para decir que tal disco es malo, que tal otro es imprescindible, que éste es olvidable?"), a veces, incluso, para enojarnos por omisiones que consideramos imperdonables, por criterios dudosos. Las consultamos, también, para ver cómo va nuestra colección, para enorgullecernos de su envergadura o avergonzarnos de su incipiencia. Seguramente habrá quienes las consulten para su objetivo original, como guía de compras, y se ha visto a más de uno recorriendo las ofertas de las tiendas de discos con esos pesados libros en la mano. Pero lo más probable, al fin de cuentas, es que esas guías, que después de todo son caras y se agotan rápido, nos otorguen un vistazo de un mundo ideal al que nosotros, como meros aficionados, sólo podemos aspirar. Un mundo lleno de discos y discos, miles y miles de carátulas que los autores de las guías, en su privilegiado puesto de catalogadores, poseen, han escuchado, conocen y comentan con la displicencia de quien vive de eso.
Publicado originalmente en el suplemento cultural de ABC

sábado, 17 de marzo de 2007

EL SONIDO DEL MOMENTO








A diferencia de otras músicas, en especial aquellas en las que la composición y la improvisación son dos actos separados, el jazz parece transcurrir en una suerte de continuo constante, muy parecido al tiempo en sí, que aunque no lo percibamos siempre está, y lo que nosotros podemos experimentar nunca es más que una parte de ese continuo, ese jazz que tiene lugar justo cuando estamos ahí (las actuaciones que presenciamos) o cuando otros estaban ahí y lo grabaron (los discos). Cortázar dijo algo parecido: el jazz que podemos poseer es siempre take, la «toma», una extracción de un segmento de ese continuo que le da forma, marco y límite. De allí que los ingenieros de sonido sean algunos de los grandes olvidados de la creación jazzística, con una importancia distinta de sus colegas en otros géneros musicales. Un buen ingeniero de jazz debe ser un filtro perfecto, que sepa captar la esencia de aquello irrepetible que ocurrió en un momento determinado, lo más despojado de «ruido» que sea posible. De todos ellos, el más famoso es Rudy Van Gelder.

Empezó grabando a sus amigos como hobby, mientras trabajaba como optometrista. En una época en que las grandes compañías discográficas tenían sus propios equipos, Van Gelder se vio obligado a construir los suyos. En 1952, recibió la llamada de Alfred Lion, de Blue Note, e inició una colaboración legendaria y vertebral en la historia del jazz. Como el mismo Van Gelder admite, él no tiene un «sonido» propio, sino más bien un enfoque y una sensibilidad que aplica a cada uno de sus clientes, sean éstos músicos o productores. Fue Alfred Lion quien definió el sonido Van Gelder: cálido, nítido, puro y lo más fiel posible. Van Gelder se convirtió en un artista de la diafanidad sonora, grabando a nombres como Miles Davis, John Coltrane (A Love Supreme) y Thelonious Monk, quien compuso el tema "Hackensack" en su homenaje. A pesar de haber trabajado para Verve, Impulse y CTI, entre otros, fue su relación con Blue Note la que definió su sonido. La extraordinaria RVG Edition recupera los mejores discos que Van Gelder grabó para Blue Note remasterizados por él mismo, en un catálogo maravilloso e interminable, y en su próximo e inminente lanzamiento incluye títulos indispensables como Compulsion de Andrew Hill, The Cat Walk de Donald Byrd y Clubhouse de Dexter Gordon. Un rescate no sólo de un sonido, sino de toda una época formada de grandes momentos, una época en la que el jazz contaba un relato continuo y optimista.



Artículo publicado en la sección música del suplemento cultural ABCD Las Artes y Las Letras del 17 de marzo de 2007.

lunes, 12 de marzo de 2007

DISC-JOCKEYS DENTRO Y FUERA DEL JAZZ

Este artículo fue publicado en catalán, traducido por Pere Pons, en el número 11 de la revista Jaç (estiu 2006) con el título de El jazz també admet Djs y con algunas ligeras variaciones. http://enderrock.com/detall_sumari.php?id_contenido=1485

El disco In a Silent Way de Miles Davis prefiguró una callada revolución musical cuyas influencias perduran hoy tanto en el jazz como en una inmensa cantidad de estilos o subgéneros. Primero, Davis grabó más de dos horas de una música que, a pesar de estar basada en una composición de Joe Zawinul, era mayormente improvisada, sin melodías convencionales ni marcos armónicos reconocibles. Más tarde, y con la ayuda del productor Teo Macero, cortó, pegó, repitió y editó ese material hasta convertirlo en las dos piezas que conforman el disco En 1998, Bill Laswell, conocido productor y uno de los principales exponentes de la escena vanguardista neoyorquina, creó Panthalassa: The Music of Miles Davis 1969-1974, recombinando las unidades musicales de In a Silent Way procesadas con tecnología moderna y adosados a otras grabaciones de Davis de aquellos años. En 1999, Laswell realizó una segunda parte de su proyecto, llamada Panthalassa: The Remixes, donde varios disc-jockeys y músicos electrónicos volvían, una vez más, a remezclar los elementos básicos de aquella composición de Miles Davis. Treinta años después de que un saxofonista, dos teclistas, un guitarrista, un bajista y un baterista tocaran sus instrumentos convencionales en un estudio, los sonidos que ellos habían creado como elementos de una obra volvían a combinarse para crear otra composición diferente.

La idea de crear música con sonidos pregrabados no es, desde luego, un invento de Miles Davis, para quien el jazz siempre fue un ámbito abierto en el que podía y debía aplicar todos los avances tecnológicos y estéticos que hubiera disponible. En 1937, el compositor vanguardista John Cage ya hablaba de crear música usando discos. A fines de la década de 1940 y principios de la siguiente, en Francia surgió un movimiento llamado musique concrète, un estilo de música electrónica que manipulaba cintas con sonidos ya grabados (es decir, concretos, a diferencia de la «música abstracta», en el que la música se escribe y luego se ejecuta), cortando y pegando pedazos de grabaciones. En un principio, Pierre Schaeffer, considerado el inventor de esta música concreta, intentó con discos fonográficos. Pero era un proceso arduo, difícil y arriesgado (básicamente, los discos se rompían o rayaban) y finalmente se quedó con las cintas. Además de ser el principal antecedente de la música realizada en directo por disc-jockeys, la música concreta también puso en la escena un desplazamiento fundamental en la idea de la creación y algo que hasta podría considerarse un nuevo lenguaje: el cortar y pegar.

GIRANDO PLATOS
El término disc-jockey se originó para definir a los que programaban música por la radio, y, más tarde, a los que animaban fiestas con música preseleccionada. Pero más allá de las experimentaciones de Cage y Schaeffer, hubo que esperar hasta la década del setenta y la aparición de disc-jockeys como Afrika Bambaata, Grandmaster Flash o Kool Herc para empezar a pensar en el plato giradiscos como un instrumento. A Kool Herc, que además canturreaba por encima de los discos que programaba, se le atribuye la creación de los «breakbeats», un collage musical formado por la fusión de partes de diferentes vinilos, imponiéndole a uno el «beat» del otro para prolongar los temas. En 1975, Grand Wizard Theodore inventó el «scratch» por accidente. El entonces adolescente y llamado, en realidad, Theodore Livingstone, estaba escuchando música cuando su madre entró en su cuarto golpeando la puerta para que bajara el volumen. Theodore puso su mano sobre el disco y, sin darse cuenta, empezó a moverlo hacia atrás y hacia delante. Pensó que estaría bien mezclar el «rasguño» resultante con otros discos que estuvieran girando en un plato independiente. DJ Grandmaster Flash, desarrolló técnicas como el «cutting» (pasar de una pista a otra manteniendo el beat), el «back-spinning» (volver el disco manualmente hacia atrás para repetir fragmentos o frases) y el «phasing» (manipular la velocidad del plato). El hip hop, término que algunos atribuyen a la frase «hip hopping» (es decir, salto de caderas, algo asimilable al movimiento físico que hacen los disc-jockeys para pasar de una bandeja a otra), nació como el primer género musical que se basaba en disc-jockeys.

En los ochenta, mientras Afrika Bambaata sampleaba a Kraftwerk y algunas empresas empezaban a producir platos especialmente preparados para facilitar estas manipulaciones, Derek Howells, más conocido como Grandmixer D. ST y más tarde como Grandmixer D.X.T., inventó o catalizó el turntablismo, una aplicación de las técnicas desarrolladas por sus predecesores. Grandmixer sacó a la luz una práctica subterránea aplicándola en el tema «Rockit», del disco Future Shock de Herbie Hancock, cuya versión en vídeo recorrió el mundo de la mano de MTV. «Rockit» fue tal vez la primera vez que el «scratching» se usaba para un tema que no era rap.

Durante los ochenta el turntablismo siguió desarrollándose en el underground, muchas veces en batallas de disc-jockeys donde los participantes demostraban sus habilidades rítmicas y armónicas con el público como juez definitivo. El ganador podía quedarse con los equipos y los discos del perdedor. Al mismo tiempo, y mientras algunos se esforzaban por darle al plato la categoría de instrumento musical (como una especie de sampler manual y análogo), empezaron a aparecer disc-jockeys con un interés profundo en la música experimental, muchos de ellos colaboradores en discos de los músicos más inquietos de jazz. Los pintorescos nombres característicos del turntablismo, como DJ Logic, RJD2 o DJ Olive empezaron a aparecer en los créditos de discos de Medeski, Martin & Wood, Tim Berne, Uri Caine o Dave Douglas con mayor asiduidad, mientras a los puristas del jazz se les ponía la carne de gallina.

EL CRÍO SUBLIMINAL
De todos ellos, sin duda el más interesante es DJ Spooky, alias Tha Subliminal Kid. Nacido con el nombre de Paul Miller en 1970 en Washington, Spooky estudió en literatura francesa y filosofía en la universidad de Maine, donde tenía su propio programa de radio y utilizaba sus experimentos sonoros y referencias a las mezclas de Cage, Varese y Schaeffer en las discusiones filosóficas de deconstruccionismo que tenían lugar en las aulas. Mudado a Nueva York, donde también incursionó en la literatura de ciencia-ficción y en las artes visuales, DJ Spooky tuvo un éxito en la escena de baile con Songs of a Dead Dreamer, su primer disco. Más tarde ejecutó una versión digital de Kraanerg, del músico vanguardista Iannis Xenakis. Entre sus múltiples experimentos artísticos, además de las colaboraciones con músicos de jazz como William Parker o Joe McPhee, se cuenta su libro Rhythm Science y «Rebirth of a Nation», un remixado de vídeo y audio en directo del clásico filme mudo de 1915, Nacimiento de una nación, de D.W. Griffith.

GIRANDO IDEAS
La utilización de discos pregrabados como base para una música nueva o como un instrumento más en una formación, por ejemplo, de jazz, produce una serie de desplazamientos en nuestra percepción de la música. El sonido ya no es generado en el momento por un instrumento pulsado, soplado o golpeado, sino que forma parte de un almacén de recursos que han sido grabados previamente. El intérprete de un plato giradiscos no parece estar realizando el mismo esfuerzo físico ni tener la misma relación sensual con la música que produce, lo que quizá eso explique la abundancia de movimientos coreográficos en los disc-jockeys de hip-hop, algo no tan común en los disc-jockeys que tocan jazz. En definitiva, su relación con el sonido final está muy mediatizada.

Pero quizá el cambio fundamental es una cuestión de percepción. Si tomamos aquella vieja y perimida definición de música como el arte de combinar los sonidos, podríamos decir, de una manera relativa, que una vez que tenemos la línea melódica, la armonía y el ritmo, tenemos música. Manteniendo esa analogía, el cortar y pegar sería una especie de metamúsica, porque nos encontramos con una pieza musical hecha con otras piezas musicales por derecho propio, y a la vez con una deconstrucción de los elementos que daban sentido a esas piezas, que pasan a ser, en sí mismas, unidades mínimas de sentido. Una frase de Herbie Hancock en Cantaloupe Island (por poner un ejemplo) pasa a ser otra cosa, a formar parte de otro discurso, a ser la melodía de otro ritmo y de otra armonía. Cuando Miles Davis hacía improvisar libremente a sus músicos y luego tomaba las frases que ellos tocaban para componer una pieza nueva y distinta de la que había surgido durante la improvisación, también estaba dando implícitamente permiso a Laswell a que hiciera otra combinación de esos elementos, desarmando y rearmando el código. Laswell, a su vez, convocó a disc-jockeys para que volvieran a cambiar todo de sitio. La música de disc-jockeys, que, como el rock and roll en su momento, está aquí para quedarse, es, entonces, una música que se hace en el presente, manualmente, con sonidos grabados en el pasado, negando y a la vez reafirmando la historia, aplanándola en una pieza nueva que esconde, como un palimpsesto, las huellas de los músicos que la tocaron antes.

JAZZ DE DJ: EJEMPLOS

Más allá de la desastrosa impostura de la serie Verve Remixed, tres discos en los que disc-jockeys de calidades y niveles de inspiración muy disímiles perpetran verdaderos atentados contra originales de Nina Simone, Billie Holiday, Shirley Horn o Archie Shepp, hay muchos y muy buenos ejemplos de aportaciones de DJ al jazz. Estos son algunos ejemplos.

Herbie Hancock: Future Shock (1983). No es precisamente jazz, pero probablemente el tema «Rockit», con Grandmixer D.ST en turntables, marca la primera colaboración entre un músico de jazz reconocido como Hancock y un disc-jockey. Hancock repitió con Grandmixer en Sound System (1984). En Dis Is Da Drum (1993), Hancock utiliza los servicios de The «Real» Richie Rich en «scratching».

Courtney Pine: Underground (1997). Uno de los primeros esfuerzos conscientes por fusionar jazz con hip-hop y turntablismo de la mano de este hoy relegado saxofonista británico y de DJ Pogo.

Medeski, Martin & Wood: Combustication (1998). El disco que convirtió a MMW en la banda más de moda entre la intelectualidad fashion neoyorquina y mundial, combinando sonidos del pasado con ironía posmoderna, contaba con la presencia necesaria de DJ Logic. MMW volvió a usar un disc-jockey, en este caso DJ Olive, en el interesante Uninvisible (2002).

Dirty Dozen Brass Band: Medicated Magic (2002). Los Dirty Dozen aumentan su sonido tradicional y tradicionalista con guitarras eléctricas, la voz del Dr. John y los platos del omnipresente DJ Logic con un resultado no del todo convincente.

Uri Caine: Bedrock (2002). DJ Logic tiñe de hip-hop un disco muy electrónico, enérgico y casi bailable de este pianista inclasificable y a veces desparejo, pero siempre interesante.

DJ Spooky: Optometry (2002). El más interesante de los turntablistas mezcla influencias de Sun Ra y Herbie Hancock con una pequeña ayudita de músicos de jazz como Billy Martin (de MMW), Matthew Shipp, Joe McPhee y William Parker.

Wallace Roney: Prototype (2004). DJ Logic otra vez, haciendo girar platos mientras el trompetista más parecido a Miles Davis del 2000 para aquí recrea, quizá inconscientemente, la época eléctrica del gran Miles.
Bill Frisell: Unspeakable (2004). Frisell juega a tranquilizar al público con ritmos binarios y apelaciones al funk al tiempo que cuela, casi solapadamente, sus inquietantes locuras de siempre. El productor Hal Willner mete platos giradiscos en la mezcla.

Philippe Cohen-Solal: Inspiración – Espiración: A Gotan Project DJ Set (2004). Chet Baker mezclado con bandoneón y el tango como inspiración básica en un muy agradable proyecto de Cohen-Solal con DJ invitados.

Jason Miles: Miles to Miles (2005). Miles Davis siempre parece estar en el centro de los proyectos de jazz con disc-jockey. Aquí el multiinstrumentista Jason Miles lo homenajea con una pequeña ayudita de, cuándo no, DJ Logic.


Dave Douglas: Keystone (2005). Uno de los mejores discos de 2005 cuenta con DJ Olive añadiendo sus sutiles atmósferas a la música creada por Douglas para homenajear al olvidado actor cómico Fatty Arbuckle. Imprescindible.

jueves, 8 de marzo de 2007

LA NEBULOSA LLAMADA FAMA - LONGINEU PARSONS


Artículo publicado en la sección RARUM de la revista Cuadernos de Jazz - Marzo de 2007


Debe de haber pocos músicos de jazz que merezcan más que Longineu Parsons el título de “grandes olvidados”. A pesar de haber tocado con David Murray, Frank Foster, Philly Joe Jones, Sun Ra y Sam Rivers, entre otros, su nombre sigue siendo tan oscuro que hasta su hijo, Longineu Parsons III, es más famoso como baterista de la banda de rock Yellowcard. Si no fuera por internet, que a tantos salva del anonimato, no sabríamos, por ejemplo, que Parsons tocó en más de treinta países y que gusta de tener reyes en su audiencia. En www.longineu.com nos enteramos de que tocó ante el rey de Marruecos, las familias reales de Holanda y Mónaco y unos cuantos presidentes. Más allá de pompas y oropeles, la música de Parsons, un flautista y trompetista excepcional, es una brillante conjunción de vanguardia con funk y ritmos africados, como lo revela Spaced, unos de los escasos registros de su música.
Longineu ParsonsSpaced: collected works 1980 - 1999
Longineu Parsons (t, sa, ss, sopranino, fl, fiscorno); Sulaiman Hakim (sa, ss); Sam Rivers (st); Chris Henderson, Von Barlow, Benta Fischer (bat); Roger Raspail, Adewole O Kulu Mele (perc.); Jack Gregg, Lawrence Buckner (b); George Eduard Nouel, Kevin Bales, Lindsey Sarjeant (p).
Luv N’ Haight – LHCDO32
Ubiquity Records –
www.ubiquity.com

En 1980, Parsons grabó Works, un disco de producción propia que, casi veinte años más tarde, fue a parar a manos del sello Ubiquity y que incluía cuatro de los temas que aparecen en esta compilación, largos y logrados ejercicios de fusión a partir del free (con algún que otro guiño a Pharoah Sanders) y del funk, muy potentes y percusivos, en especial la memorable Take the high road y la potentísima Funkin’ Around. Parsons toca trompeta, distintos saxos y flautas y tanto las disonancias en las que incurre como la fuerza del ritmo generan una escucha deliciosamente incómoda, con una tensión que no se afloja nunca. La formación que encabeza en estos temas es asimismo muy atractiva, con otro saxofonista, batería, bajo, piano y percusión. En 1999, tocando un flugelhorn y al frente de un cuarteto más tradicional, Parsons grabó Hannibal’s March y Emerald Paradise, dos de los temas menos interesantes de este Spaced, en el sentido de que recuerdan a un jazz amable y olvidable. Pero gran parte de este extraordinario y peculiar CD es una fiesta de percusión africana e incluso afrocubana, dura y profunda, como un colchón de piedras por donde Parsons y Sam Rivers, entre otros acompañantes, se trenzan en duetos donde el clasicismo free y los arabescos (literalmente) se unen sin fisuras, como en la notable Party in Morocco, que va y viene entre el África del ritmo y el jazz ácido y mordiente del lado más funky de la vanguardia. Sin ceder en fuerza percusiva, Parsons encara Search for the new land de Lee Morgan y Soyuz Dance del bajista Jack Gregg —otra vez con Sam Rivers en el saxo tenor— como un ámbito hard-bop donde demostrar su gran calidad como trompetista. Pero lo que aporta mayor interés a un disco tan ecléctico es la profunda comprensión que parece tener Parsons de los ritmos africanos, y el tema que mejor encapsula esta propuesta es The Gathering, con la percusión de Adewole O Kulu Mele como coprotagonista. Aparte de la presencia extraña y llamativa de un tema a trío con Parsons en la flauta grave y de dos descartables remixes, este Collected Works es una magnífica colección de un multiinstrumentista prácticamente desconocido. El interés africano de Parsons (a quien algunos comparan con Jon Hassell y que aparece también colaborando con Cecil Taylor) se reeditó en el CD y banda Tribal Disorder, con Sam Rivers y también con su hijo Longineu Parsons III, el baterista famoso, y en un proyecto que él llama «(R)evolutionary Jazz» donde, en realidad, afirma estar más allá de géneros y estilos. Mientras tanto, da clases en la Florida A&M University, merodea el mundo académico, y encarna a Louis Armstrong en el músical Satchmo, que pasó sin pena ni gloria por España. Ya sea por diversificarse demasiado, o por los inescrutables designios de esa nebulosa llamada fama, la música de este notable personaje pasa inadvertida.

SOFÍA KOUTSOVITIS - OJALÁ


Sofía Koutsovitis (v); Jason Palmer (t); Adam Schneit (sa y cl); Daniel Blake (st y ss); Leo Genovese (p); Jorge Roeder (b); Richie Barshay (bat); Jorge Pérez Albela, Jamey Haddad, Reynaldo de Jesús (perc); Felipe Salles (ss).
Abril, 2005, Boston. - Edición propia (www.sofiamusic.com)

La argentina Sofía Koutsovitis, radicada en Estados Unidos, acompañó a la Maria Schneider Orchestra en su gira europea, donde, por desgracia, no alcanzó a escucharse su voz versátil y caudalosa. A pesar de sus orígenes académicos (que cantó en el coro de niño del Teatro Colón en Buenos Aires), su voz fluctúa con dulzura y fuerza por las melodías memorables de sus propias composiciones, cargadas de un jazz contemporáneo y sutilmente urbano y cobra vuelo cuando pasa al folklore, que encara con una magnífica sensibilidad jazzística y que parece ser su medio natural. Si bien no desentona en sus incursiones por «Ojalá» de Silvio Rodríguez y suena mucho mejor en el ritmo brasilero de Paulinho Da Viola (con un maravilloso dueto con el saxo soprano de Felipe Salles), es en temas como el «Gatito e’ las penas», «La Nostalgiosa» o «El Silbador» donde puede encontrarse el futuro de su música y su canto. Al frente de un grupo profesional, solvente y muy compenetrado con la música, esta cantante se abre camino con un debut extraordinario.


Reseña del CD Ojalá de Sofía Koutsovitis, publicada en Cuadernos de Jazz - marzo 2007.

lunes, 5 de marzo de 2007

OCHO DE OSCAR


Artículo publicado en Cuadernos de Jazz de abril de 2006 con motivo de la reedición de ocho discos de Oscar Peterson para el sello MPS

Junto con el aquí faltante Tristeza on piano, la mayoría de estos ochos títulos pueden leerse como una continuación de la serie Exclusively for my friends, seis elepés entre 1964 y 1968 entre los que se encuentra algo de lo mejor de Peterson. Como en aquella serie, el factótum es el productor alemán Hans Georg Brunner-Schwerr, y los mejores de estos discos son justamente los que conservan aquel espíritu de conciertos pequeños, para pocos invitados y hogareños (la mayoría se grabaron en la casa del productor), mientras que los que fallan son, paradójicamente, aquellos que parecen más preparados, con una intención comercial clara. Motions and Emotions parece ser otro de los inventos fallidos de Norman Granz, en el que Peterson toca, en Villigen, encima de una orquesta grabada en Nueva York, y el resultado, si bien no tan penoso como otros ejemplos de estas mezclas amorfas, es olvidable, en especial por el escaso interés de los arreglos de Claus Ogerman, que, por momentos, parecen asfixiar el piano. La reunión con Milt Jackson es otro de esos casos en los que algo que podría ir bien va mal. A partir de una increíble (por lo mal escogida e inadecuada) versión de «Satisfaction» de los Rolling Stones, el programa de esta reunión no termina nunca de levantar, aunque tiene sus buenos momentos. Tune In, una artimaña easy-listening de The Singers Unlimited, en el que el papel de Peterson es menor y poco importante, ni siquiera merecía figurar en esta discografía.

Pero, por suerte, en esta serie de reediciones, todas con un sonido espléndido, predominan los buenos discos. Hello Herbie alcanza la categoría de indispensable no sólo por la calidad y la exuberancia técnica de Peterson, sino por la versatilidad de Herb Ellis, que puede pasar de una versión personal y vigorosa de un tema de Wes Montgomery («Naptown Blues») al swing sutil y seductor de «Exactly Like You», a la amistosa batalla de piano y guitarra de «Seven Come Eleven» o al sentimentalismo explayado y pícaro de «A Lovely Way to Spend an Evening». Herb Ellis dijo una vez que ésta era una de sus grabaciones favoritas, lo que parece plenamente justificado. Tracks es un disco poco común; a Peterson no le gustaban mucho las grabaciones en solitario, aunque My favorite instrument, grabado en 1968 para el mismo sello que esta serie, está considerado uno de sus mejores discos en general. Con una catarata de ideas desplegadas en poco espacio, Tracks tiene varias de las características que muchas veces suelen criticársele a Peterson: muchas notas, pocos espacios, cierta tendencia a la solemnidad y a la grandilocuencia, y una fuerza más o menos constante para tocar. Sin embargo, es tanta la musicalidad que se despliega en apenas cuarenta minutos, tan numerosos los movimientos dinámicos (desde la pirotecnia prodigiosa de «Honeysuckle Rose» y «A little jazz exercise» --que parece una clase magistral de piano— hasta la sutileza de «Basin Street Blues») que, con excesos y todo, es un disco por momentos asombroso.

Another Day y Walking the Line, antes editados juntos bajo el título de Two Originals, nos muestra a un Peterson generoso con los espacios y sutil, en el evidente acto de probar una nueva sección rítmica, en especial al bajista Jiri Mraz, que se pone a la altura de la situación con un toque suave y lírico y unos juegos con el arco que recuerdan a Paul Chambers. En estos dos discos, Peterson toca con fuerza y alegría, pero sin abrumar. Aunque finalmente es cuestión de gustos, Walking the Line tal vez sea el mejor de los dos, en cuanto a buen ejemplo de la pianística de Peterson con un muy buen bajista y un baterista correcto. Another Day, a pesar de mantener el nivel más o menos constante, tiene un repertorio algo más pobre y parece más o menos intercambiable con cualquier otro buen disco de trío de Peterson.

Salvo por los dos títulos realmente olvidables de esta serie (Motions & Emotions e In Tune) y por el disco solista, todos los demás sirven, comparativamente, para evaluar el extraordinario papel de los bajistas en la música de Peterson. A lo largo de su carrera Peterson siempre parece depender sutilmente de un bajista que sea, a la vez, firme y lírico, modesto y omnipresente. Great Connection, el último disco de esta serie y el último grabado para el sello MPS señala, también, la incorporación de Niels-Henning Ørsted Pedersen a su música. La adecuación suena perfecta. NHOP es un contrabajista astuto, que parece adivinar siempre dónde va su jefe, y es justamente ese trabajo de gato y ratón entre el piano y el contrabajo lo que salva «Smile» de caer en la cursilería y convierte la versión de «Just Squeeze Me» en una obra maestra que capta el erotismo del título. Se insinúa también aquí el papel de sostén que tendría NHOP en la etapa posterior de su carrera con Peterson (en especial en los últimos años, cuando éste perdió el uso de la mano izquierda después de un infarto). Con semejante acompañamiento, Peterson parece menos urgido a llenar espacios, y deja que la música respire más.

En sus sesenta años de grabaciones, Oscar Peterson ha sido con frecuencia objeto de muchas críticas, centradas en una aparente incapacidad para la economía de notas como en un aparente desinterés por la exploración. Continuador de una tradición iniciada por Art Tatum, la música del canadiense siempre se centró firmemente en una dinámica más o menos parecida a lo largo de su carrera y, en general, sus discos suelen sonar poco diferentes entre sí. Miles Davis lo criticó por «usar el mismo grado de fuerza en casi todo lo que toca» y «no dejar espacio a la sección rítmica». En muchos de sus discos, los más famosos, eso es cierto. Sin embargo, hay sutileza en su música, y espacios, aunque ello no sea tan fácil de reconocer, o tan inmediato. Lo que sí se revela en los mejores discos de esta serie es una frescura y un entusiasmo poco habituales en el jazz. En todos ellos hay mucha música y los mejores son capaces de disipar las nubes de la mayoría de las melancolías.

LOS DISCOS

Oscar Peterson
Motions & Emotions
Oscar Peterson (p); Bucky Pizzarelli (g); Sam Jones (b); Bob Durham (bat.); Claus Ogerman (dir.; arr.) - Nueva York y Villingen, noviembre 1969

The Oscar Peterson Trio with Herb Hellis
Hello Herbie
Oscar Peterson (p); Herb Ellis (g); Sam Jones (b); Bob Durham (bat.) - Villingen, noviembre 1969

Oscar Peterson
Tracks
Oscar Peterson (p) - Villingen, noviembre 1970

The Oscar Peterson Trio
Walking the Line
Oscar Peterson (p); Jiri Mraz (b); Ray Price (bat). - Villingen, noviembre 1970
Another Day
Misma formación y fecha -

The Oscar Peterson Trio + The Singers Unlimited
In Tune
Oscar Peterson (p); Jiri Mraz (b); Louis Hayes (bat); Gene Puerling, Don Shelton, Len Dresslar, Bonnie Herman (voc.) - Villingen, julio de 1971

The Oscar Peterson Trio with Milt Jackson
Reunion Blues
Oscar Peterson (p); Milt Jackson (vib); Ray Brown (b); Louis Hayes (bat). - Villingen, julio de 1971

The Oscar Peterson Trio
Great Connection
Oscar Peterson (p); Niels-Henning Ørsted Pedersen (b); Louis Hayes (bat). - Villingen, octubre de 1971

domingo, 25 de febrero de 2007

EL BESO QUE CASTIGA

Hay algo sinestésico en la voz de Ute Lemper, algo contradictorio. De una expresividad poco común, esta gran cantante alemana es capaz de transmitir las emociones más violentas como a través de un telescopio invertido, magnificadas por una distancia enorme y helada, como de estepa. Nacida hace menos de cuarenta años y con una historia profesional que se asemeja a una zigzagueante carrera de postas (educación formal de niña prodigio, danza y piano como en las mejores familias; precoz cantante de jazz en bares dignos del ángel azul de Dietrich; artista punk y así sucesivamente hasta transformarse, postmodernamente y a destiempo, en, como la llaman algunos, la reina del cabaret; ah, y no olvidemos, actriz de cine y teatro y con un par de libros en su haber), esta mujer de gélida belleza nórdica encarna hoy en día la dureza, el humor, la tétrica melancolía y la elegante sordidez de los cabarets alemanes de preguerra. Sus canciones pueden hablar tanto de amor y primaveras como de decadencias otoñales. Puede gritar, sollozar, reírse, hacer como que estalla de felicidad. En todos los casos su voz –una sonrisa crispada, triste, de payaso— connota la idea de pérdida, de desolación y de desesperanza. En todos los casos canta como si afuera hiciera mucho frío, como si faltara mucho para que salga el sol, como si no fuera seguro que estaremos allí cuando eso suceda. No hay redención posible o suficiente y entonces sólo queda el canto, podemos reírnos todavía.
Ute Lemper canta en los musicales Cats, Cabaret, Chicago; emprende el ballet La Mort Subite de Maurice Bejart, interpreta a Michael Nyman, Edith Piaf a Marlene Dietrich y actúa en obras de Fassbinder y en películas de Altman (apareció desnuda y embarazada en Pret-a-Porter) o Greenaway, lo que la ubica en cierta clase de artista intelectual y exquisita. Punishing Kiss (“el beso que castiga”, nunca mejor título para esa voz) puede ser uno de sus mejores discos, con canciones de otros defensores del fracaso y de la pérdida como Nick Cave, Tom Waits o Elvis Costello. Pero es en las canciones de Kurt Weill donde encuentra su punto justo, donde la máscara quizá burlona y heladamente conmovedora de su voz emula la crítica demoledora y distante de la música. Así la voz de Ute Lemper y las melodías ácidas de Weill se funden en una unidad nueva, indivisible, que le dan al oyente el placer difícil de ver el mundo reflejado en un espejo sin distorsiones complacientes.
Publicado en la sección música del suplemento cultural ABCD En Las Artes y en Las Letras en febrero de 2003.

sábado, 24 de febrero de 2007

BILL EVANS


Antes de Bill Evans, los piano trios solían ser formaciones relativamente dictatoriales, con el piano a cargo de las líneas melódicas y el peso de la rítmica. Bill Evans introdujo una nueva dinámica, en la que los tres miembros del trío podían, en determinados momentos, intercambiar sus roles e incluso embarcarse en una improvisación simultánea, convirtiendo al jazz en una plataforma de comunicación e interacción democrática, una suerte de metáfora de la libertad. Esa metáfora quedó plasmada, con menor o mayor intensidad, en toda la obra de Bill Evans y en la de muchos pianistas posteriores que siguieron su ejemplo, como Herbie Hancock, Keith Jarrett y Brad Mehldau (por más que él lo niegue; sus discos más famosos forman la serie The Art of the Trio y ésa sería una muy buena manera de caracterizar el mayor aporte de Evans a la historia del jazz). Pero se encarnó con mayor perfección en Sunday at the Village Vanguard y Waltz for Debby, dos asombrosos discos grabados el 25 de junio de 1961 en el legendario club neoyorquino, con Scott LaFaro en bajo y Paul Motian en la batería. Esa aportación bastaría para asignar a Bill Evans un lugar de excepción en la música del siglo. La tensión sutil y firme entre la belleza de los acordes de Evans, las líneas melódicas de LaFaro (quien moriría en un accidente automovilístico diez días después) y la alfombra mágica de la batería de Motian no sólo instauran una nueva relación entre sus instrumentos; también suenan con la alegría del descubrimiento, con la emoción del momento irrepetible.
Claro que hay mucho más en la trayectoria de este pianista nacido en 1929, que había empezado a estudiar a los seis años de edad y que obtuvo un título en interpretación y enseñanza de piano y más tarde en composición. A pesar de su proverbial timidez, de una introspección que le causó no pocos problemas en el mundo del jazz de los cincuenta, dominado, en algunos aspectos, por un panteón de grandes músicos negros que sobrevivían a fuerza de ver la vida como una batalla constante, Bill Evans grabó buenos discos solistas hasta que Miles Davis lo sumó a su grupo y lo convirtió en uno de los dos pianistas de Kind of Blue (1959), tal vez el disco más importante (o famoso) de todo el jazz. El otro era Wynton Kelly, que aportaba el ardor y la presencia negra. La función de Evans se relacionaba con su sentido melódico, su profundo conocimiento del valor del silencio y su talento con la composición. Hoy, el calificativo evansiano se aplica al respeto por los silencios, al sentido de la melodía, a la reflexión sobre las tensiones internas de los acordes.
Además de seguir al frente de tríos excelentes, Evans también realizó dos discos en dúo con el guitarrista Jim Hall (como Undercurrent, 1962), grabó una joya con el cantante Tony Bennett (The Tony Bennett / Bill Evans Album) encabezó quintetos y revolucionó el papel del piano solista, en especial con Conversations with myself (1963), donde sobregrabó su instrumento dos o tres veces, o en Alone (1968), donde prefiguraba las largas exploraciones melódicas de Keith Jarrett. Su sonido también fue desarrollándose, haciéndose más expresionista, abundante y enérgico en sus últimas grabaciones (como en Paris Concert, 1979, con Marc Johnson y Joe LaBarbera). Pero sus adicciones, sus problemas familiares y otros problemas fueron minando su salud. El 15 de septiembre de 1980, Bill Evans murió en el hospital Mount Sinai, donde había sido internado con úlceras, cirrosis y neumonía.
En cierto sentido, Bill Evans encarnó un papel dramático: el del músico blanco que, lejos de atrincherarse en el cool, entró en el terreno duro del jazz aportando una sensibilidad europea y un melodismo personal que crearon un milagro musical sutilmente conflictivo. En sus insuperables acordes, en sus memorables melodías y en sus silencios, esa tensión estaba subyacente, discreta pero constante. Podría decirse, también, que, además de la dinámica grupal, del lirismo y del poder del silencio, esa tensión —política, irresoluble— fue su tercer gran aporte a la música.

Publicado en la sección música del ABCD en Las Artes y en las Letras en septiembre de 2005.

EL FUTURO HACE VEINTE AÑOS


A mediados de los ochenta, la carrera del guitarrista Pat Metheny parecía instalada en una placentera y conservadora fusión de jazz, rock y toques latinos que, con su sugerencia de paisajes soleados, atraía a un público bastante más numeroso de lo que conocía el jazz en esa época. Pero en 1985, y con el importante antecedente de Rejoicing (1983, uno de sus mejores discos), este guitarrista amable y pelilargo convocó a Ornette Coleman, quien casi treinta años antes fuera el padrino del free jazz y, de ese modo, principal adelantado en una de las revoluciones más rupturistas y futuristas del movimiento. Mientras en los sesenta y setenta los vanguardistas y músicos free profundizaron su sonido hasta convertirlo, junto a gran parte del jazz, en una manifestación política y renovadora en un sentido muy amplio, los ochenta parecían ser un período de rigidez, dominado por el revisionismo exasperante y cristalizador de Wynton Marsalis y en el que el jazz hasta entonces contagioso y pop de Metheny no tenía lugar. Pero en 1985, Metheny y Coleman crearon una obra urticante y subversiva, Song X, que, con la ayuda de músicos ahora próceres como Charlie Haden y Jack DeJohnette y con la inspiradísima percusión de Denardo Coleman, era un perfecto homenaje a aquella revolución free y un indicio, como diría Coleman en uno de sus discos más famosos, de la forma del jazz que estaba por venir.
La reacción no se hizo esperar. La mayoría de los seguidores de Pat Metheny, que esperaban encontrar los sonidos soleados de siempre, devolvían el disco y abandonaban en masa las salas de concierto en los que se presentó esta obra difícil y exigente, grabada en apenas dos días y con casi ninguna postproducción. Veinte años más tarde, Pat Metheny ya se ha revelado como un músico mucho más amplio y variado de lo que se esperaba, y, como ocurrió con aquella sólida, profunda y atractiva obra, ya ha defraudado las expectativas de su público, afortunada y deliciosamente, en varias ocasiones más. Para la lujosa edición de Song X: Twentieth Anniversary que acaba de salir, Metheny, que tuvo el control artístico total, recuperó seis nuevos temas y los colocó al inicio del disco, convirtiéndola de ese modo en una obra distinta y nueva, muy rítmica, entusiasta y alegre. Rebosante del entusiasmo original, pero con una actualidad innegable, este disco de hace dos décadas replantea los parámetros de la modernidad, deja muy atrás algunos de los supuestos avances musicales del fin de siglo y nos devuelve una mirada fervientemente optimista del futuro.

Publicado en septiembre de 2005 como columna de la sección Música del suplemento ABCD En Las Artes y en Las Letras.

Un mundo sin Lennon

Hace veinticinco años, cuando un demente que no merece quedar en la historia asesinó a John Lennon, la revista Time tituló su nota de portada con una frase que, dadas las circunstancias, no sonaba nada exagerada: «el día que murió la música». Lo cierto es que, durante ese cuarto de siglo, un significativo trozo de vida para cualquiera, da la impresión de que el mundo se ha deteriorado en términos generales, como si como si la música, o, en cualquier caso, algún órgano fundamental para su funcionamiento, hubiera muerto. La obra que produjo Lennon en el período inmediatamente anterior a su muerte, después de un largo período de reclusión voluntaria, no es de muy buena calidad. Sin embargo, en algunas de esas últimas canciones, que pueden sonar banales o incompletas, se escucha tanto la complejidad de la promesa como el sabor agridulce del recuerdo. Lennon era un hombre de alrededor de cuarenta años que había encontrado la alegría de la cotidianeidad (había, incluso, aprendido el arte de hacer pan en su casa, nada más simbólico para un hombre que siempre se había encarnado en símbolos) y el futuro se presentaba como un próspero horizonte de canciones adultas.
Su muerte, además de acabar con esas promesas y esa alegría reposada, ocasionó otro efecto paradójico. Mientras en vida Lennon era una figura demasiado imponente y poderosa como para ensuciarla, a partir de su muerte surgieron muchas biografías repletas de detalles sórdidos que lo retrataban como un neurótico algo desquiciado, de personalidad adictiva, violento, infantil y conflictivo. Su viuda, Yoko Ono, hizo poco por atenuar ese efecto y aún hoy, veinticinco años después, sigue enlodando el nombre de Lennon, afirmando, como hizo recientemente, que éste estaba celoso del éxito de las canciones de Paul McCartney, su compañero en los Beatles. (Para mayor repugnancia, Ono declaró que ella lo consolaba y le explicaba que sus canciones eran mucho más transcendentes que las del afortunado bajista.)
Veinticinco años después de esas balas, lo que sí parece haber desaparecido es Lennon como figura, como portador de mensaje, como héroe quijotesco y, equivocado o no, dispuesto a enfrentarse a los males de este mundo, un papel pasado de moda y que ya nadie quiere representar. Los discos de los Beatles y las grandes canciones de su época solista siguen disponibles y reeditándose todo el tiempo, y perdurarán mientras subsistan los soportes digitales o los que los sucedan. La música no ha muerto, lo que no es poco, pero el mundo está peor.
Publicado en diciembre de 2005 como columna en la sección música del suplemento cultural ABCD en las artes y en las letras.

viernes, 16 de febrero de 2007

HARD BOP

En la década del cincuenta la revolución del bebop llegaba a su fin y se dividía en dos vertientes. Por un lado, el cool, que en poco tiempo pasó a ser un sinónimo incompleto del jazz blanco, europeísta y suave, y, por el otro, el hard-bop, cuyo origen parece estar unido a los ghettos urbanos. Saltándose (como todo gran género) las barreras entre lo que se consideraba jazz y lo que no, el hard bop echó mano de los sonidos terrenales del gospel y los ritmos bailables del funk y el blues urbano para crear un jazz atractivo, popular y, más allá de sus ocasionales y agradecidos desvíos, predominantemente negro. Gracias a su marco amplio y cálido, el hard-bop fue, para muchos, una especie de patio de juegos el que se podían crear nuevas cosas. Miles Davis, John Coltrane, Sonny Rollins, Thelonious Monk, Charles Mingus son sólo algunos de los numerosos héroes de la historia del jazz que abrevaron en esa música y la usaron como trampolín para sus saltos más arriesgados. A pesar de que algunos lo dieron por muerto al promediar la década siguiente, los ecos del hard-bop resuenan hoy en prácticamente todo el jazz, se confunden, o son, el mainstream, y continúan su recorrido de flecha hasta el jazz del futuro.

«Nos gustaría que todos vosotros os nos unierais y nos ayudarais a encontrar el groove golpeando los pies, o chasqueando los dedos, o aplaudiendo, o sacudiendo la cabeza… o sacudiendo lo que queráis.»
Horace Silver

« Si os apetece golpear los pies, golpead los pies. Si tenéis ganas de aplaudir, aplaudid. Y si queréis quitaros los zapatos, hacedlo. Hemos venido a pasarlo bien. Queremos que dejéis vuestros problemas afuera y que vengáis a moveros."
Art Blakey
«Cuando estamos en el escenario, y vemos que hay gente entre el público que no está moviendo los pies o la cabeza al ritmo de la música, sabemos que algo estamos haciendo mal. Porque cuando conseguimos hacer llegar nuestro mensaje, los pies y la cabeza sí que se mueven».
Art Blakey

El 29 de abril de 1954, Miles Davis ingresó en el estudio del sello Prestige para grabar dos temas: el blues de tempo moderado «Walkin’» y el blues rápido «Blue ‘n’ Boogie». Lo acompañaban J. J. Johnson en el trombón, Dave Schildkraut en el saxo alto, Lucky Thompson en el saxo tenor, Horace Silver en piano, Percy Heath en bajo y Kenny Clarke en batería. La sesión formaba parte de una serie que se había iniciado un mes antes, con un cuarteto compuesto por Davis, Heath, Silver y Art Blakey. En esos dos meses, y con esa formación basal, puede ubicarse el nacimiento de un nuevo alejamiento del bebop, un poco posterior al cool, que alguien, años más tarde, bautizó como hard-bop. Eran, por supuesto, sonidos que ya se encontraban en el aire (no olvidar las grabaciones de Gene Ammons en 1950, como ejemplo de la prehistoria del hard), y probablemente ninguno de los presentes tenía conciencia de que estaba dando forma a un estilo que, en su esencia más rígida, duraría apenas diez años, pero cuyas características y elementos seguirían presentes en el jazz hasta el día de hoy.
Después de haber puesto su firma en el nacimiento del cool con un noneto fundamental para la historia del jazz, Davis había experimentado problemas de toda clase, relacionados con las drogas y con la precariedad económica. Su regreso, de la mano de Weinstock, lo colocaba en una situación en la que su capacidad de elección estaba bastante limitada. Bob Weinstock no pagaba ensayos; mayormente había que hacerlo todo en el estudio. Horace Silver comentaba que «Miles es un genio para los arreglos de la exposición de la melodía. En el estudio, se sentaba con la cabeza entre las manos mientras disponíamos los instrumentos, y después nos mostraba algunas cosas; los sonidos que quería, cuestiones rítmicas». Por su parte, Miles había forjado un estilo de trompeta económico, austero y sin adornos, que se adecuaba bastante bien a los lineamientos generales del cool. El periodista y trompetista británico Ian Carr, autor de una notable biografía de Davis, analiza de esta manera la histórica grabación del tema «Walkin’»: «Después de una introducción de los metales durante ocho compases sobre tiempos débiles, se toca dos veces el motivo melódico de «Walkin’». Con su utilización de quintas disminuidas y su austera estructura de llamada y respuesta, ese motivo tiene un elevado poder de evocación, la esencia destilada del blues tradicional y post-bop. La atmósfera y el sentido de dramatismo se realzan gracias a la sonoridad provista por la trompeta, el trombón y el tenor tocando al unísono y la elegancia con que están distribuidos. Una sensación elástica, distendida, relajada, que se mantiene en equilibrio sobre el filo de un cuchillo. La inmensa sensibilidad y sutileza con que Kenny Clarke utiliza el platillo hi-hat, que abre y cierra para marcar los ritmos del motivo, también intensifica el efecto dramático. Después del motivo, la sección rítmica pasa a un tiempo estricto de 4/4 (el contrabajo toca cuatro veces por compás, en vez de dos), y Miles coge el primer solo y toca durante siete chorus. Lo sigue J. J. Johnson, que también toca siete chorus, y luego el solo de saxo tenor de Lucky Thompson, que es la cumbre emotiva de la interpretación. Toca durante unas pocos chorus y luego Miles y Johnson realizan una figura de apoyo que es una destilación posterior del motivo principal, y el solo de Thompson crece en intensidad y potencia. Cuando el riff de respaldo se detiene, le quedan un par de chorus para ir cerrando, después de lo cual Horace Silver ejecuta no exactamente un solo sino un interludio de dos chorus que hace referencia a los elementos más fundamentales de los primeros blues. Miles toca durante dos chorus más y a continuación dirige la primera línea de metales hacia un riff convulsivo, puntuado por Kenny Clarke, después del cual los ritmos amainan, regresando a un tiempo de dos por compás, y el motivo principal se repite dos veces». Un sonido sobrio, cambios rítmicos originados en el bebop pero más relajados, mayor extensión de los solos, mayor espacio entre las notas, fuerte presencia del blues y otras cadencias negras, solos intensos y potentes, un motivo principal importante e influyente. Esta descripción de «Walkin’» resume, en gran medida, las características del hard-bop. Como el centro del volcán, todo parece haber comenzado allí.

MILES EN EL ORIGEN

¿Es, entonces, esta grabación el origen del hard-bop? Como ya había ocurrido con The Birth of the Cool y como volvería a producirse luego con Kind of Blue, Miles Davis lanzaba a la atmósfera del jazz una estrella de varias puntas, cuya fructificación generaría movimientos esenciales, que le debían todo a él pero que, en la mayoría de los casos, terminaban siendo más rígidos, más apegados a una fórmula, que su propia música. Si, en un afán reduccionista, puede verse el desarrollo del cool como una línea que va de Davis y Mulligan a la costa oeste y a Chet Baker, el hard-bop también puede verse como un proceso de desvío necesario de las asperezas del bebop, que se inició con Davis pero que perfeccionaron, justamente, Horace Silver y Art Blakey, miembros del grupo responsable de aquellas legendarias sesiones (el baterista en «Walkin’» era Kenny Clarke, pero Blakey rondaba por allí). David H. Rosenthal, autor de un estudio clásico sobre el tema (Hard Bop, 1992, Oxford University Press, no traducido al español), coloca a Miles Davis como centro o catalizador casi casual de un movimiento que ya insinuaban otros como Gene Ammons, J. J. Johnson y hasta Dizzy Gillespie, desprendimientos de la escena bebop (mayormente negra, según Rosenthal) que intentaban, consciente o inconscientemente, una alternativa a la supremacía blanca del cool, y también incorpora a su génesis los sonidos extrajazzísticos del rhythm & blues y del blues de Nueva Orleans. Las arriba mencionadas sesiones de Davis para Prestige ya habían sido anticipadas por sus propias grabaciones previas para Blue Note (con Jackie McLean, Jimmy Heath, J. J. Johnson, Gil Coggins, Oscar Pettiford, Art Blakey y Kenny Clarke), que exhibían solos sin los adornos y malabarismos del bebop y una extraña sensación de vulnerabilidad dentro de un marco familiar. Para Rosenthal, como para muchos otros ensayistas, el hard bop tiene características sociales y raciales más definidas, incluso, que sus verdaderas diferencias musicales con el cool. Resumiendo mucho, el hard bop es una música de los ghettos urbanos negros, una música de la calle, de la ciudad y que, lejos del suave refinamiento europeo y blanco del cool, incorpora elementos populares, como los ritmos bailables, con los que el bebop no se llevaba del todo bien. Quizás a esa razón se deba la aparente contradicción de su nombre: poco y nada cuesta identificar al hard bop como una versión, tal vez no blanda, pero sí menos «dura» que el bebop. Sus solos eran más melódicos, sus ritmos más contagiosos y sus armonías menos crudas que las del bebop. Sin embargo, se llama hard, duro, un nombre que puede leerse como una apelación política, como una manifestación de principios, como, finalmente, un énfasis en la negritud.
El notable crítico de Chicago Neil Tesser, por su parte, confunde deliberadamente el cool y el hard como dos caras de la misma manera, casi como un mismo lenguaje hablado con diferente entonación y actitud. Caracteriza el hard como algo semejante al bebop pero visto desde una perspectiva nueva: ritmos menos frenéticos y una emotividad terrena que los beboppers habían perdido en su búsqueda de reconocimiento como artistas más que como «animadores» y que los hardboppers lograban añadiendo elementos del soul, del gospel y del funky, dando origen, de paso, al subgénero funky, down-home o soul jazz. En su Guía Playboy de Jazz, Tesser menciona un elemento de importancia fundamental para el desarrollo del hard bop: los discos de larga duración, que abrieron el apretado esquema de tema-solo-solo-tema del bebop, que disponía de tres minutos para decirlo todo, y que permitieron a los músicos explayarse (como ya lo hacían en vivo, por supuesto) con solos extensos que podían durar varios minutos y que permitían variar ese orden rígido. «Los más perceptivos de estos músicos –dice Tesser— entendieron que eso era más que una licencia para tocar más estrofas […]; les permitía reconceptualizar el solo y crear improvisaciones que se basaban en desarrollos temáticos de gran escala, declaraciones artísticas de una profundidad y respiración que rivalizaban con las de la música clásica, pero con la inmediatez que sólo se encuentra en el jazz».
Todas esas características suenan y son tentativas. El hard-bop es uno de los movimientos del jazz más difíciles de definir y muchas veces se lo ha confundido con etiquetas tales como «post-bop» (es decir, todo lo que vino después del bop, y listo), «jazz moderno», que es más o menos lo mismo, o «mainstream», un término que el crítico Stanley Dance usó para referirse al jazz de los años de la Depresión (después del swing y antes del bebop) y que se adapta, gracias a su flexibilidad y a su versatilidad, al hard-bop. Hoy en día, aquellos músicos que definen su sonido como «mainstream» están tocando alguna u otra forma de hard-bop. Rosenthal, en el libro antes mencionado que es, sin duda, referencia insoslayable al abordar estos sonidos, también hace referencia a la inasibilidad del género y ofrece una acotación interesante: en 1955, dice, mientras el bebop era para sus practicantes uno de varios géneros (es decir, se había cristalizado), el hard bop funcionaba como una apertura en varias direcciones. Más que un conjunto de estilos, el hard-bop era un período, podría agregarse. Rosenthal, de todas maneras, lo divide tentativamente en cuatro grupos:
1. Músicos en el borde entre el jazz y la tradición popular negra (Silver, Cannonball Adderley y Jimmy Smith) que enseñaban fuertes influencias de los blues y el gospel. Su música, sin renunciar a los elementos del bebop, tenían una base bailable y de blues que la hacían apta para, por ejemplo, las jukeboxes de los ghettos.
2. Músicos menos populares cuya obra es «más austera y atormentada» (Jackie McLean, Tina Brooks, Mal Waldron, Elmo Hope), que no alcanzaron gran reconocimiento y que tocaban una música más expresiva pero menos asombrosa técnicamente que el bebop, y cuyo ánimo era, también, más sombrío. Acá podría agregarse a Wayne Shorter, por ejemplo.
3. Músicos de inclinaciones más suaves, más líricas, difíciles de insertar en el ámbito bebop (Art Farmer, Benny Golson, Gigi Gryce, Hank Jones, Tommy Flanagan). En el borde del hard-bop, se beneficiaban, justamente, de la indefinición, la amplitud y la mayor flexibilidad del movimiento para formar parte de él.
4. Experimentalistas que tenían el objetivo consciente de expandir los límites técnicos y estructurales del jazz (Andrew Hill, Sonny Rollins y John Coltrane antes de sus recorridos por la avant-garde). También podría incluirse aquí a Thelonious Monk y Charles Mingus, dos jugadores libres a quienes, en realidad, ninguno de estos movimientos define ni representa.
Una visión más actual y simplificada del hard bop lo dividiría en dos categorías: aquellos que, desde el bebop, giran hacia los ritmos bailables, las armonías más funky, los sonidos más contagiosos, y los que usan la base amplia y generosa del hardbop para lanzar sus experimentos armónicos y melódicos. Podría figurarse uno a John Coltrane pasando de uno a otro de esos estilos (cabe recordar sus inicios como músico de rhythm & blues) como un camino siempre ascendente, siempre hacia la luz. Mientras Soultrane, Coltrane plays the blues y Blue Train pueden ser leídos como discos de hard bop con insinuaciones vanguardistas, otros discos posteriores (antes de Ascension) bien pueden ser discos avant-garde con raíces hard-bop. Su hijo Ravi, en pleno siglo xxi, está unos pasos más atrás.

EL MENSAJE Y LOS MENSAJEROS

Alrededor del sol Miles Davis giraban algunos de los que formaron las bases más características del hard bop, y que le dieron su identidad, su nombre y su sonido. Uno de ellos fue Horace Silver, que en los años cincuenta se destacaba como uno de los más pianistas más melódicos y excitantes de la época (y que, casualmente, editó en 1992 The hardbop grandpop, literalmente, «El abuelo del hardbop»). En 1954, meses después de las sesiones con Davis, Blue Note le pidió que formara un quinteto para una fecha en el estudio. Silver llamó a Hank Mobley, Doug Watkins, Kenny Dorham y Art Blakey. El grupo se bautizó como «Jazz Messengers», un nombre que ya había usado Blakey para una big band de los años cuarenta y un septeto anterior. Así nacía uno de los grupos más influyentes de la historia del jazz, que luego sería pilotado por la fuerza africana de los tambores de Blakey hasta su muerte, en 1990, y lanzaría, de paso, las carreras de músicos como los hermanos Branford y Wynton Marsalis, Terence Blanchard, Donald Harrison, Bobby Timmons y tantísimos más. La fuerza arrolladora de los Messengers jamás careció o dejó de buscar la belleza, y esa tensión subyacente, a veces mal resuelta, es quizás uno de los rasgos principales de este sonido. En 1963, Horace Silver enumeró sus lineamientos para la composición musical:
A. Belleza melódica.
B. Sencillez significativa.
C. Belleza armónica.
D. Ritmo.
E. Influencias ambientales, hereditarias, regionales y espirituales.
En contraste de los saltos angulosos y los ritmos a veces autistas del bebop, el hardbop era, en resumen, una apertura a la belleza.
Otro de los grandes nombres del inicio del bebop era el trompetista Clifford Brown. Si se toma en cuenta la lamentable brevedad de su carrera (Brown, un hombre que siempre había esquivado las «trampas» de las adicciones a las que eran tan afectas sus colegas, y que además es hoy recordado como una persona franca, bondadosa y de gran corazón, murió en un desgraciado accidente automovilístico en 1956, con apenas 26 años de edad), la influencia de Brown como trompetista puede contarse entre las más importantes de la historia del jazz, al lado de Louis Armstrong, Miles Davis y Dizzy Gillespie. Sobrevivió poco más de un año al inicio del hard-bop, y es, sin embargo, uno de sus músicos más ejemplares. Como trompetista, su combinación de fuerza y belleza, de ataque y lirismo, generó incontables imitadores. Su quinteto coliderado por Max Roach (uno de los grandes bateristas beboppers, claro) es, junto con los Jazz Messengers, la otra gran unidad del hard.

EL FIN ES OTRO PRINCIPIO

Sonny Rollins, Dexter Gordon, Wynton Kelly, Lee Morgan, Stanley Turrentine, el gran organista Jimmy Smith y el mismo Coltrane fueron próceres, protagonistas y estrellas de reparto (características muchas veces encarnadas alternativamente en las mismas personas) de ese viaje llamado hard-bop, acompañados también por algunos –pocos— músicos blancos, como Flip Phillips, Zoot Sims, Al Cohn, Phil Woods y otros.
Al asimilar el hard-bop a una creación por y para los ghettos urbanos negros casi exclusivamente, empero, Rosenthal encuentra varias heridas letales en su desarrollo: el advenimiento del rock and roll y la popularidad del soul, nuevos y mejores juguetes para su público, la repetición fatigosa de viejas fórmulas y la llegada, políticamente radicalizada, del free jazz. Apenas diez años después de su nacimiento, muchos declaraban muerto al hard bop, para renacer en la década de los ‘80, de una manera arqueológica, de la mano de Wynton Marsalis y sus «jóvenes leones», que gozaban de una situación de aristocracia musical (fondos públicos, reconocimiento mediático, el jazz como música clásica) hasta entonces inédita. Marsalis, que se inició en la escuela clásica del hard bop (los Jazz Messengers) hizo unos pocos metros más allá en la dirección de la vanguardia del movimiento, para luego desandar camino en busca de una pureza y esencia que, en el fondo, jamás existieron. Es que, como dijo una vez Frank Zappa, «El jazz no está muerto; pero tiene mal olor». El hard bop marcó el jazz actual de una manera omnipresente y penetrante y se convirtió en el sonido estándar a partir del cual se genera todo lo demás. Fundido en la atmósfera general hasta casi desaparecer como tal, ha teñido, y sigue tiñendo los colores de un futuro que parece, aún, no encontrar la salida.
DISCOGRAFÍA HARD

Es muy difícil hacer una lista de los discos representativos de un género tan inasible como el hard-bop. Los que aquí se apuntan ofrecen, más que una búsqueda de la excelencia (que la tienen, todos ellos), una especie de brújula incompleta para recorrer sus múltiples caminos. Cualquiera de ellos puede reemplazarse por otro similar. Todos representan, en mayor o menor medida, un sonido característico.

Cannonball Adderley, In San Francisco
Clifford Brown/Max Roach
, Alone Together; Study in Brown
John Coltrane
, Blue Train; Soultrane
Miles Davis, Walkin’; Workin’; Saturday Night at the Blackhawk; Milestones, etc.
Dexter Gordon
, Doin’ Allright
Freddie Hubbard
, Hub Tones
Howard Rumsey’s Lighthouse All Stars
, Sunday Jazz à la Lighthouse
Lee Morgan
, The Best of Lee Morgan; The Cooker; The Sidewinder
Oscar Peterson
, Night Train
Sonny Rollins
, Saxophone Colossus
Horace Silver
, The Jazz Messengers; Finger Poppin’
Jimmy Smith
, The Sermon
Hank Mobley
, Soul Station
Sonny Clark
, Cool Struttin’
Herbie Hancock
, Takin’ Off
Donald Byrd
, A New Perspective
Joe Henderson
, Page One
Jackie McLean
, New Soil
Phil Woods
, Pot Pie
Art Blakey, A Night at Birdland; The Jazz Messengers; Moanin’; Art Blakey’s Jazz Messengers with Thelonious Monk, etc.
Johnny Griffin
, Introducing Johnny Griffin
Gene Ammons/Sonny Stitt
, Blowing in from Chicago
Art Farmer
, When Farmer meets Gryce
J. J. Johnson
, The Eminent J. J. Vol 1
Clifford Jordan
, Blowing in from Chicago
Charles Mingus
, Mingus Ah Um
Benny Golson
, Groovin’ with Golson
Jimmy Heath
, The Thumper
The Jazztet
, Meet the Jazztet
Tina Brooks
, True Bue
Stanley Turrentine
, The Blue Hour
Wayne Shorter, Speak No Evil


Nota: Artículo publicado originalmente en la revista Cuadernos de Jazz Nº 86 - Enero/Febrero 2005