RARUM: EL PIANISTA SALVAJE
¿Qué parte del origen inicial de un músico de jazz consigue colarse, consciente o inconscientemente, en su música? ¿Hasta dónde la nacionalidad de un contrabajista noruego, de un baterista catalán, de un pianista canadiense, influye sobre la forma y el modo de su música? Para algunos, Bobby Enríquez debe su fama más a su nacimiento en Bacolod, Filipinas, que a su calidad como pianista. ¿Y qué sabemos de la música filipina, esa región caracterizada por la mezcla del cristianismo español y las culturas asiáticas, como para detectarla en los alardes pirotécnicos de este músico «criminalmente subestimado», según ciertos críticos?
Bobby Enríquez
Wild Piano
Bobby Enríquez (p); Eddie Gómez (b); Al Foster (bat.).
Nueva York, diciembre de 1987
Nacido en 1943 con el nombre de Roberto Delprado Yulo Enríquez, según la leyenda empezó a tocar a los dos años y a los doce ya había iniciado su carrera profesional. A los quince se escapó de su casa y recorrió el sudeste asiático viviendo de su prodigiosa técnica con las teclas. Deben de haber sido tiempos interesantes, aquéllos, y en aquella zona, una tupida jungla de malentendidos culturales apenas contenida por la dominación de los conquistadores, a la sazón el ejército de ocupación de los Estados Unidos. Era 1962, Enríquez tocaba el piano en un Club de Oficiales del ejército norteamericano en Taiwán, donde un asesor legal del ejército le prestó sus discos cariñosamente enviados desde Estados Unidos: Oscar Peterson, Errol Garner, Dave Brubeck, Thelonious Monk. El filipino, al parecer, podía interpretarlos de la A a la Z después de escucharlos sólo una vez: oído absoluto, que le dicen. El hombre de leyes lo ayudó a agenciarse un curso de música por correspondencia proveniente de la famosa Berklee School of Music, de seis meses. Enríquez lo terminó en dos semanas, al parecer añadiendo lo que había aprendido durante su niñez en Manila, donde se había vuelto experto en artes marciales callejeras y donde, se decía, hacía gala de una velocidad mayor que la de Bruce Lee. No hay datos sobre quién sufrió más, si sus compañeros de entrenamiento o los pianos que dejó en el camino. En cualquier caso, Enríquez siguió su periplo por Honolulu, Los Ángeles, Hawai, donde pasó a ser director musical de Don Ho. Descubierto por Richie Cole, en los ochenta participó en varios de los discos del saxofonista y también realizó grabaciones como líder para el sello Crescendo, al tiempo que su velocísima técnica le ganaba los motes alternativos de The Madman y The Wildman (el loco y el salvaje). Uno de sus discos se llama, por cierto, España (1982), y se compone mayormente de una suite en homenaje a Andalucía escrita por el cubano Ernesto Lecuona, hablando de mezclas y de influencias transoceánicas no siempre tan fácilmente detectables.
En la portada de Wild Piano, grabado en 1987, un estilizado y elegante domador, supónese Enríquez, se enfrenta con un látigo a un piano imponente, casi ominoso. No hay sutilezas aquí: el piano es un animal poderoso pero rebelde al que hay que machacar para sacarle lo mejor que tiene: «All Blues» de Miles Davis se transforma en un asombroso (e irreconocible) ejercicio de citas y carreras por las teclas; la velocidad se modera en «September Song», una versión cargada de swing, o en la muy bluesera «Gee Baby Ain’t I Good to You», y los temas en solitario, como «Classical Gas» o «Pannonica», también están cargadísimos de referencias, intertextualidades y muchas, muchas notas. Enríquez divierte, fascina, y hasta es capaz de arrancar algún suspiro de asombro, mientras Eddie Gómez y Al Foster lo siguen, también divertidos y fascinados. Pero difícilmente emocione: está tan pendiente de su propia técnica, tan abocado al deslumbramiento, que por momentos parece usar a Monk, Davis, Fats Waller y otros sólo como excusa para seguir domando al piano, ese complejo enemigo, con su proverbial látigo, con sus tomas de karate o similar. En cierta forma, el jazz también es, o puede ser, eso.
Enríquez murió en 1996, tres años después de haberse convertido en un «cristiano renacido» y de hablar de cómo «Dios le había cambiado la vida». En sus últimos tiempos se dedicaba a la música sacra. Quizás entonces, en el umbral de la despedida, se le concedió, como punto culminante de una abundancia de dones, el de la sutileza.
Bobby Enríquez
Wild Piano
Bobby Enríquez (p); Eddie Gómez (b); Al Foster (bat.).
Nueva York, diciembre de 1987
Nacido en 1943 con el nombre de Roberto Delprado Yulo Enríquez, según la leyenda empezó a tocar a los dos años y a los doce ya había iniciado su carrera profesional. A los quince se escapó de su casa y recorrió el sudeste asiático viviendo de su prodigiosa técnica con las teclas. Deben de haber sido tiempos interesantes, aquéllos, y en aquella zona, una tupida jungla de malentendidos culturales apenas contenida por la dominación de los conquistadores, a la sazón el ejército de ocupación de los Estados Unidos. Era 1962, Enríquez tocaba el piano en un Club de Oficiales del ejército norteamericano en Taiwán, donde un asesor legal del ejército le prestó sus discos cariñosamente enviados desde Estados Unidos: Oscar Peterson, Errol Garner, Dave Brubeck, Thelonious Monk. El filipino, al parecer, podía interpretarlos de la A a la Z después de escucharlos sólo una vez: oído absoluto, que le dicen. El hombre de leyes lo ayudó a agenciarse un curso de música por correspondencia proveniente de la famosa Berklee School of Music, de seis meses. Enríquez lo terminó en dos semanas, al parecer añadiendo lo que había aprendido durante su niñez en Manila, donde se había vuelto experto en artes marciales callejeras y donde, se decía, hacía gala de una velocidad mayor que la de Bruce Lee. No hay datos sobre quién sufrió más, si sus compañeros de entrenamiento o los pianos que dejó en el camino. En cualquier caso, Enríquez siguió su periplo por Honolulu, Los Ángeles, Hawai, donde pasó a ser director musical de Don Ho. Descubierto por Richie Cole, en los ochenta participó en varios de los discos del saxofonista y también realizó grabaciones como líder para el sello Crescendo, al tiempo que su velocísima técnica le ganaba los motes alternativos de The Madman y The Wildman (el loco y el salvaje). Uno de sus discos se llama, por cierto, España (1982), y se compone mayormente de una suite en homenaje a Andalucía escrita por el cubano Ernesto Lecuona, hablando de mezclas y de influencias transoceánicas no siempre tan fácilmente detectables.
En la portada de Wild Piano, grabado en 1987, un estilizado y elegante domador, supónese Enríquez, se enfrenta con un látigo a un piano imponente, casi ominoso. No hay sutilezas aquí: el piano es un animal poderoso pero rebelde al que hay que machacar para sacarle lo mejor que tiene: «All Blues» de Miles Davis se transforma en un asombroso (e irreconocible) ejercicio de citas y carreras por las teclas; la velocidad se modera en «September Song», una versión cargada de swing, o en la muy bluesera «Gee Baby Ain’t I Good to You», y los temas en solitario, como «Classical Gas» o «Pannonica», también están cargadísimos de referencias, intertextualidades y muchas, muchas notas. Enríquez divierte, fascina, y hasta es capaz de arrancar algún suspiro de asombro, mientras Eddie Gómez y Al Foster lo siguen, también divertidos y fascinados. Pero difícilmente emocione: está tan pendiente de su propia técnica, tan abocado al deslumbramiento, que por momentos parece usar a Monk, Davis, Fats Waller y otros sólo como excusa para seguir domando al piano, ese complejo enemigo, con su proverbial látigo, con sus tomas de karate o similar. En cierta forma, el jazz también es, o puede ser, eso.
Enríquez murió en 1996, tres años después de haberse convertido en un «cristiano renacido» y de hablar de cómo «Dios le había cambiado la vida». En sus últimos tiempos se dedicaba a la música sacra. Quizás entonces, en el umbral de la despedida, se le concedió, como punto culminante de una abundancia de dones, el de la sutileza.
Publicado originalmente en Cuadernos de Jazz.
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