domingo, 25 de febrero de 2007

EL BESO QUE CASTIGA

Hay algo sinestésico en la voz de Ute Lemper, algo contradictorio. De una expresividad poco común, esta gran cantante alemana es capaz de transmitir las emociones más violentas como a través de un telescopio invertido, magnificadas por una distancia enorme y helada, como de estepa. Nacida hace menos de cuarenta años y con una historia profesional que se asemeja a una zigzagueante carrera de postas (educación formal de niña prodigio, danza y piano como en las mejores familias; precoz cantante de jazz en bares dignos del ángel azul de Dietrich; artista punk y así sucesivamente hasta transformarse, postmodernamente y a destiempo, en, como la llaman algunos, la reina del cabaret; ah, y no olvidemos, actriz de cine y teatro y con un par de libros en su haber), esta mujer de gélida belleza nórdica encarna hoy en día la dureza, el humor, la tétrica melancolía y la elegante sordidez de los cabarets alemanes de preguerra. Sus canciones pueden hablar tanto de amor y primaveras como de decadencias otoñales. Puede gritar, sollozar, reírse, hacer como que estalla de felicidad. En todos los casos su voz –una sonrisa crispada, triste, de payaso— connota la idea de pérdida, de desolación y de desesperanza. En todos los casos canta como si afuera hiciera mucho frío, como si faltara mucho para que salga el sol, como si no fuera seguro que estaremos allí cuando eso suceda. No hay redención posible o suficiente y entonces sólo queda el canto, podemos reírnos todavía.
Ute Lemper canta en los musicales Cats, Cabaret, Chicago; emprende el ballet La Mort Subite de Maurice Bejart, interpreta a Michael Nyman, Edith Piaf a Marlene Dietrich y actúa en obras de Fassbinder y en películas de Altman (apareció desnuda y embarazada en Pret-a-Porter) o Greenaway, lo que la ubica en cierta clase de artista intelectual y exquisita. Punishing Kiss (“el beso que castiga”, nunca mejor título para esa voz) puede ser uno de sus mejores discos, con canciones de otros defensores del fracaso y de la pérdida como Nick Cave, Tom Waits o Elvis Costello. Pero es en las canciones de Kurt Weill donde encuentra su punto justo, donde la máscara quizá burlona y heladamente conmovedora de su voz emula la crítica demoledora y distante de la música. Así la voz de Ute Lemper y las melodías ácidas de Weill se funden en una unidad nueva, indivisible, que le dan al oyente el placer difícil de ver el mundo reflejado en un espejo sin distorsiones complacientes.
Publicado en la sección música del suplemento cultural ABCD En Las Artes y en Las Letras en febrero de 2003.

sábado, 24 de febrero de 2007

BILL EVANS


Antes de Bill Evans, los piano trios solían ser formaciones relativamente dictatoriales, con el piano a cargo de las líneas melódicas y el peso de la rítmica. Bill Evans introdujo una nueva dinámica, en la que los tres miembros del trío podían, en determinados momentos, intercambiar sus roles e incluso embarcarse en una improvisación simultánea, convirtiendo al jazz en una plataforma de comunicación e interacción democrática, una suerte de metáfora de la libertad. Esa metáfora quedó plasmada, con menor o mayor intensidad, en toda la obra de Bill Evans y en la de muchos pianistas posteriores que siguieron su ejemplo, como Herbie Hancock, Keith Jarrett y Brad Mehldau (por más que él lo niegue; sus discos más famosos forman la serie The Art of the Trio y ésa sería una muy buena manera de caracterizar el mayor aporte de Evans a la historia del jazz). Pero se encarnó con mayor perfección en Sunday at the Village Vanguard y Waltz for Debby, dos asombrosos discos grabados el 25 de junio de 1961 en el legendario club neoyorquino, con Scott LaFaro en bajo y Paul Motian en la batería. Esa aportación bastaría para asignar a Bill Evans un lugar de excepción en la música del siglo. La tensión sutil y firme entre la belleza de los acordes de Evans, las líneas melódicas de LaFaro (quien moriría en un accidente automovilístico diez días después) y la alfombra mágica de la batería de Motian no sólo instauran una nueva relación entre sus instrumentos; también suenan con la alegría del descubrimiento, con la emoción del momento irrepetible.
Claro que hay mucho más en la trayectoria de este pianista nacido en 1929, que había empezado a estudiar a los seis años de edad y que obtuvo un título en interpretación y enseñanza de piano y más tarde en composición. A pesar de su proverbial timidez, de una introspección que le causó no pocos problemas en el mundo del jazz de los cincuenta, dominado, en algunos aspectos, por un panteón de grandes músicos negros que sobrevivían a fuerza de ver la vida como una batalla constante, Bill Evans grabó buenos discos solistas hasta que Miles Davis lo sumó a su grupo y lo convirtió en uno de los dos pianistas de Kind of Blue (1959), tal vez el disco más importante (o famoso) de todo el jazz. El otro era Wynton Kelly, que aportaba el ardor y la presencia negra. La función de Evans se relacionaba con su sentido melódico, su profundo conocimiento del valor del silencio y su talento con la composición. Hoy, el calificativo evansiano se aplica al respeto por los silencios, al sentido de la melodía, a la reflexión sobre las tensiones internas de los acordes.
Además de seguir al frente de tríos excelentes, Evans también realizó dos discos en dúo con el guitarrista Jim Hall (como Undercurrent, 1962), grabó una joya con el cantante Tony Bennett (The Tony Bennett / Bill Evans Album) encabezó quintetos y revolucionó el papel del piano solista, en especial con Conversations with myself (1963), donde sobregrabó su instrumento dos o tres veces, o en Alone (1968), donde prefiguraba las largas exploraciones melódicas de Keith Jarrett. Su sonido también fue desarrollándose, haciéndose más expresionista, abundante y enérgico en sus últimas grabaciones (como en Paris Concert, 1979, con Marc Johnson y Joe LaBarbera). Pero sus adicciones, sus problemas familiares y otros problemas fueron minando su salud. El 15 de septiembre de 1980, Bill Evans murió en el hospital Mount Sinai, donde había sido internado con úlceras, cirrosis y neumonía.
En cierto sentido, Bill Evans encarnó un papel dramático: el del músico blanco que, lejos de atrincherarse en el cool, entró en el terreno duro del jazz aportando una sensibilidad europea y un melodismo personal que crearon un milagro musical sutilmente conflictivo. En sus insuperables acordes, en sus memorables melodías y en sus silencios, esa tensión estaba subyacente, discreta pero constante. Podría decirse, también, que, además de la dinámica grupal, del lirismo y del poder del silencio, esa tensión —política, irresoluble— fue su tercer gran aporte a la música.

Publicado en la sección música del ABCD en Las Artes y en las Letras en septiembre de 2005.

EL FUTURO HACE VEINTE AÑOS


A mediados de los ochenta, la carrera del guitarrista Pat Metheny parecía instalada en una placentera y conservadora fusión de jazz, rock y toques latinos que, con su sugerencia de paisajes soleados, atraía a un público bastante más numeroso de lo que conocía el jazz en esa época. Pero en 1985, y con el importante antecedente de Rejoicing (1983, uno de sus mejores discos), este guitarrista amable y pelilargo convocó a Ornette Coleman, quien casi treinta años antes fuera el padrino del free jazz y, de ese modo, principal adelantado en una de las revoluciones más rupturistas y futuristas del movimiento. Mientras en los sesenta y setenta los vanguardistas y músicos free profundizaron su sonido hasta convertirlo, junto a gran parte del jazz, en una manifestación política y renovadora en un sentido muy amplio, los ochenta parecían ser un período de rigidez, dominado por el revisionismo exasperante y cristalizador de Wynton Marsalis y en el que el jazz hasta entonces contagioso y pop de Metheny no tenía lugar. Pero en 1985, Metheny y Coleman crearon una obra urticante y subversiva, Song X, que, con la ayuda de músicos ahora próceres como Charlie Haden y Jack DeJohnette y con la inspiradísima percusión de Denardo Coleman, era un perfecto homenaje a aquella revolución free y un indicio, como diría Coleman en uno de sus discos más famosos, de la forma del jazz que estaba por venir.
La reacción no se hizo esperar. La mayoría de los seguidores de Pat Metheny, que esperaban encontrar los sonidos soleados de siempre, devolvían el disco y abandonaban en masa las salas de concierto en los que se presentó esta obra difícil y exigente, grabada en apenas dos días y con casi ninguna postproducción. Veinte años más tarde, Pat Metheny ya se ha revelado como un músico mucho más amplio y variado de lo que se esperaba, y, como ocurrió con aquella sólida, profunda y atractiva obra, ya ha defraudado las expectativas de su público, afortunada y deliciosamente, en varias ocasiones más. Para la lujosa edición de Song X: Twentieth Anniversary que acaba de salir, Metheny, que tuvo el control artístico total, recuperó seis nuevos temas y los colocó al inicio del disco, convirtiéndola de ese modo en una obra distinta y nueva, muy rítmica, entusiasta y alegre. Rebosante del entusiasmo original, pero con una actualidad innegable, este disco de hace dos décadas replantea los parámetros de la modernidad, deja muy atrás algunos de los supuestos avances musicales del fin de siglo y nos devuelve una mirada fervientemente optimista del futuro.

Publicado en septiembre de 2005 como columna de la sección Música del suplemento ABCD En Las Artes y en Las Letras.

Un mundo sin Lennon

Hace veinticinco años, cuando un demente que no merece quedar en la historia asesinó a John Lennon, la revista Time tituló su nota de portada con una frase que, dadas las circunstancias, no sonaba nada exagerada: «el día que murió la música». Lo cierto es que, durante ese cuarto de siglo, un significativo trozo de vida para cualquiera, da la impresión de que el mundo se ha deteriorado en términos generales, como si como si la música, o, en cualquier caso, algún órgano fundamental para su funcionamiento, hubiera muerto. La obra que produjo Lennon en el período inmediatamente anterior a su muerte, después de un largo período de reclusión voluntaria, no es de muy buena calidad. Sin embargo, en algunas de esas últimas canciones, que pueden sonar banales o incompletas, se escucha tanto la complejidad de la promesa como el sabor agridulce del recuerdo. Lennon era un hombre de alrededor de cuarenta años que había encontrado la alegría de la cotidianeidad (había, incluso, aprendido el arte de hacer pan en su casa, nada más simbólico para un hombre que siempre se había encarnado en símbolos) y el futuro se presentaba como un próspero horizonte de canciones adultas.
Su muerte, además de acabar con esas promesas y esa alegría reposada, ocasionó otro efecto paradójico. Mientras en vida Lennon era una figura demasiado imponente y poderosa como para ensuciarla, a partir de su muerte surgieron muchas biografías repletas de detalles sórdidos que lo retrataban como un neurótico algo desquiciado, de personalidad adictiva, violento, infantil y conflictivo. Su viuda, Yoko Ono, hizo poco por atenuar ese efecto y aún hoy, veinticinco años después, sigue enlodando el nombre de Lennon, afirmando, como hizo recientemente, que éste estaba celoso del éxito de las canciones de Paul McCartney, su compañero en los Beatles. (Para mayor repugnancia, Ono declaró que ella lo consolaba y le explicaba que sus canciones eran mucho más transcendentes que las del afortunado bajista.)
Veinticinco años después de esas balas, lo que sí parece haber desaparecido es Lennon como figura, como portador de mensaje, como héroe quijotesco y, equivocado o no, dispuesto a enfrentarse a los males de este mundo, un papel pasado de moda y que ya nadie quiere representar. Los discos de los Beatles y las grandes canciones de su época solista siguen disponibles y reeditándose todo el tiempo, y perdurarán mientras subsistan los soportes digitales o los que los sucedan. La música no ha muerto, lo que no es poco, pero el mundo está peor.
Publicado en diciembre de 2005 como columna en la sección música del suplemento cultural ABCD en las artes y en las letras.

viernes, 16 de febrero de 2007

HARD BOP

En la década del cincuenta la revolución del bebop llegaba a su fin y se dividía en dos vertientes. Por un lado, el cool, que en poco tiempo pasó a ser un sinónimo incompleto del jazz blanco, europeísta y suave, y, por el otro, el hard-bop, cuyo origen parece estar unido a los ghettos urbanos. Saltándose (como todo gran género) las barreras entre lo que se consideraba jazz y lo que no, el hard bop echó mano de los sonidos terrenales del gospel y los ritmos bailables del funk y el blues urbano para crear un jazz atractivo, popular y, más allá de sus ocasionales y agradecidos desvíos, predominantemente negro. Gracias a su marco amplio y cálido, el hard-bop fue, para muchos, una especie de patio de juegos el que se podían crear nuevas cosas. Miles Davis, John Coltrane, Sonny Rollins, Thelonious Monk, Charles Mingus son sólo algunos de los numerosos héroes de la historia del jazz que abrevaron en esa música y la usaron como trampolín para sus saltos más arriesgados. A pesar de que algunos lo dieron por muerto al promediar la década siguiente, los ecos del hard-bop resuenan hoy en prácticamente todo el jazz, se confunden, o son, el mainstream, y continúan su recorrido de flecha hasta el jazz del futuro.

«Nos gustaría que todos vosotros os nos unierais y nos ayudarais a encontrar el groove golpeando los pies, o chasqueando los dedos, o aplaudiendo, o sacudiendo la cabeza… o sacudiendo lo que queráis.»
Horace Silver

« Si os apetece golpear los pies, golpead los pies. Si tenéis ganas de aplaudir, aplaudid. Y si queréis quitaros los zapatos, hacedlo. Hemos venido a pasarlo bien. Queremos que dejéis vuestros problemas afuera y que vengáis a moveros."
Art Blakey
«Cuando estamos en el escenario, y vemos que hay gente entre el público que no está moviendo los pies o la cabeza al ritmo de la música, sabemos que algo estamos haciendo mal. Porque cuando conseguimos hacer llegar nuestro mensaje, los pies y la cabeza sí que se mueven».
Art Blakey

El 29 de abril de 1954, Miles Davis ingresó en el estudio del sello Prestige para grabar dos temas: el blues de tempo moderado «Walkin’» y el blues rápido «Blue ‘n’ Boogie». Lo acompañaban J. J. Johnson en el trombón, Dave Schildkraut en el saxo alto, Lucky Thompson en el saxo tenor, Horace Silver en piano, Percy Heath en bajo y Kenny Clarke en batería. La sesión formaba parte de una serie que se había iniciado un mes antes, con un cuarteto compuesto por Davis, Heath, Silver y Art Blakey. En esos dos meses, y con esa formación basal, puede ubicarse el nacimiento de un nuevo alejamiento del bebop, un poco posterior al cool, que alguien, años más tarde, bautizó como hard-bop. Eran, por supuesto, sonidos que ya se encontraban en el aire (no olvidar las grabaciones de Gene Ammons en 1950, como ejemplo de la prehistoria del hard), y probablemente ninguno de los presentes tenía conciencia de que estaba dando forma a un estilo que, en su esencia más rígida, duraría apenas diez años, pero cuyas características y elementos seguirían presentes en el jazz hasta el día de hoy.
Después de haber puesto su firma en el nacimiento del cool con un noneto fundamental para la historia del jazz, Davis había experimentado problemas de toda clase, relacionados con las drogas y con la precariedad económica. Su regreso, de la mano de Weinstock, lo colocaba en una situación en la que su capacidad de elección estaba bastante limitada. Bob Weinstock no pagaba ensayos; mayormente había que hacerlo todo en el estudio. Horace Silver comentaba que «Miles es un genio para los arreglos de la exposición de la melodía. En el estudio, se sentaba con la cabeza entre las manos mientras disponíamos los instrumentos, y después nos mostraba algunas cosas; los sonidos que quería, cuestiones rítmicas». Por su parte, Miles había forjado un estilo de trompeta económico, austero y sin adornos, que se adecuaba bastante bien a los lineamientos generales del cool. El periodista y trompetista británico Ian Carr, autor de una notable biografía de Davis, analiza de esta manera la histórica grabación del tema «Walkin’»: «Después de una introducción de los metales durante ocho compases sobre tiempos débiles, se toca dos veces el motivo melódico de «Walkin’». Con su utilización de quintas disminuidas y su austera estructura de llamada y respuesta, ese motivo tiene un elevado poder de evocación, la esencia destilada del blues tradicional y post-bop. La atmósfera y el sentido de dramatismo se realzan gracias a la sonoridad provista por la trompeta, el trombón y el tenor tocando al unísono y la elegancia con que están distribuidos. Una sensación elástica, distendida, relajada, que se mantiene en equilibrio sobre el filo de un cuchillo. La inmensa sensibilidad y sutileza con que Kenny Clarke utiliza el platillo hi-hat, que abre y cierra para marcar los ritmos del motivo, también intensifica el efecto dramático. Después del motivo, la sección rítmica pasa a un tiempo estricto de 4/4 (el contrabajo toca cuatro veces por compás, en vez de dos), y Miles coge el primer solo y toca durante siete chorus. Lo sigue J. J. Johnson, que también toca siete chorus, y luego el solo de saxo tenor de Lucky Thompson, que es la cumbre emotiva de la interpretación. Toca durante unas pocos chorus y luego Miles y Johnson realizan una figura de apoyo que es una destilación posterior del motivo principal, y el solo de Thompson crece en intensidad y potencia. Cuando el riff de respaldo se detiene, le quedan un par de chorus para ir cerrando, después de lo cual Horace Silver ejecuta no exactamente un solo sino un interludio de dos chorus que hace referencia a los elementos más fundamentales de los primeros blues. Miles toca durante dos chorus más y a continuación dirige la primera línea de metales hacia un riff convulsivo, puntuado por Kenny Clarke, después del cual los ritmos amainan, regresando a un tiempo de dos por compás, y el motivo principal se repite dos veces». Un sonido sobrio, cambios rítmicos originados en el bebop pero más relajados, mayor extensión de los solos, mayor espacio entre las notas, fuerte presencia del blues y otras cadencias negras, solos intensos y potentes, un motivo principal importante e influyente. Esta descripción de «Walkin’» resume, en gran medida, las características del hard-bop. Como el centro del volcán, todo parece haber comenzado allí.

MILES EN EL ORIGEN

¿Es, entonces, esta grabación el origen del hard-bop? Como ya había ocurrido con The Birth of the Cool y como volvería a producirse luego con Kind of Blue, Miles Davis lanzaba a la atmósfera del jazz una estrella de varias puntas, cuya fructificación generaría movimientos esenciales, que le debían todo a él pero que, en la mayoría de los casos, terminaban siendo más rígidos, más apegados a una fórmula, que su propia música. Si, en un afán reduccionista, puede verse el desarrollo del cool como una línea que va de Davis y Mulligan a la costa oeste y a Chet Baker, el hard-bop también puede verse como un proceso de desvío necesario de las asperezas del bebop, que se inició con Davis pero que perfeccionaron, justamente, Horace Silver y Art Blakey, miembros del grupo responsable de aquellas legendarias sesiones (el baterista en «Walkin’» era Kenny Clarke, pero Blakey rondaba por allí). David H. Rosenthal, autor de un estudio clásico sobre el tema (Hard Bop, 1992, Oxford University Press, no traducido al español), coloca a Miles Davis como centro o catalizador casi casual de un movimiento que ya insinuaban otros como Gene Ammons, J. J. Johnson y hasta Dizzy Gillespie, desprendimientos de la escena bebop (mayormente negra, según Rosenthal) que intentaban, consciente o inconscientemente, una alternativa a la supremacía blanca del cool, y también incorpora a su génesis los sonidos extrajazzísticos del rhythm & blues y del blues de Nueva Orleans. Las arriba mencionadas sesiones de Davis para Prestige ya habían sido anticipadas por sus propias grabaciones previas para Blue Note (con Jackie McLean, Jimmy Heath, J. J. Johnson, Gil Coggins, Oscar Pettiford, Art Blakey y Kenny Clarke), que exhibían solos sin los adornos y malabarismos del bebop y una extraña sensación de vulnerabilidad dentro de un marco familiar. Para Rosenthal, como para muchos otros ensayistas, el hard bop tiene características sociales y raciales más definidas, incluso, que sus verdaderas diferencias musicales con el cool. Resumiendo mucho, el hard bop es una música de los ghettos urbanos negros, una música de la calle, de la ciudad y que, lejos del suave refinamiento europeo y blanco del cool, incorpora elementos populares, como los ritmos bailables, con los que el bebop no se llevaba del todo bien. Quizás a esa razón se deba la aparente contradicción de su nombre: poco y nada cuesta identificar al hard bop como una versión, tal vez no blanda, pero sí menos «dura» que el bebop. Sus solos eran más melódicos, sus ritmos más contagiosos y sus armonías menos crudas que las del bebop. Sin embargo, se llama hard, duro, un nombre que puede leerse como una apelación política, como una manifestación de principios, como, finalmente, un énfasis en la negritud.
El notable crítico de Chicago Neil Tesser, por su parte, confunde deliberadamente el cool y el hard como dos caras de la misma manera, casi como un mismo lenguaje hablado con diferente entonación y actitud. Caracteriza el hard como algo semejante al bebop pero visto desde una perspectiva nueva: ritmos menos frenéticos y una emotividad terrena que los beboppers habían perdido en su búsqueda de reconocimiento como artistas más que como «animadores» y que los hardboppers lograban añadiendo elementos del soul, del gospel y del funky, dando origen, de paso, al subgénero funky, down-home o soul jazz. En su Guía Playboy de Jazz, Tesser menciona un elemento de importancia fundamental para el desarrollo del hard bop: los discos de larga duración, que abrieron el apretado esquema de tema-solo-solo-tema del bebop, que disponía de tres minutos para decirlo todo, y que permitieron a los músicos explayarse (como ya lo hacían en vivo, por supuesto) con solos extensos que podían durar varios minutos y que permitían variar ese orden rígido. «Los más perceptivos de estos músicos –dice Tesser— entendieron que eso era más que una licencia para tocar más estrofas […]; les permitía reconceptualizar el solo y crear improvisaciones que se basaban en desarrollos temáticos de gran escala, declaraciones artísticas de una profundidad y respiración que rivalizaban con las de la música clásica, pero con la inmediatez que sólo se encuentra en el jazz».
Todas esas características suenan y son tentativas. El hard-bop es uno de los movimientos del jazz más difíciles de definir y muchas veces se lo ha confundido con etiquetas tales como «post-bop» (es decir, todo lo que vino después del bop, y listo), «jazz moderno», que es más o menos lo mismo, o «mainstream», un término que el crítico Stanley Dance usó para referirse al jazz de los años de la Depresión (después del swing y antes del bebop) y que se adapta, gracias a su flexibilidad y a su versatilidad, al hard-bop. Hoy en día, aquellos músicos que definen su sonido como «mainstream» están tocando alguna u otra forma de hard-bop. Rosenthal, en el libro antes mencionado que es, sin duda, referencia insoslayable al abordar estos sonidos, también hace referencia a la inasibilidad del género y ofrece una acotación interesante: en 1955, dice, mientras el bebop era para sus practicantes uno de varios géneros (es decir, se había cristalizado), el hard bop funcionaba como una apertura en varias direcciones. Más que un conjunto de estilos, el hard-bop era un período, podría agregarse. Rosenthal, de todas maneras, lo divide tentativamente en cuatro grupos:
1. Músicos en el borde entre el jazz y la tradición popular negra (Silver, Cannonball Adderley y Jimmy Smith) que enseñaban fuertes influencias de los blues y el gospel. Su música, sin renunciar a los elementos del bebop, tenían una base bailable y de blues que la hacían apta para, por ejemplo, las jukeboxes de los ghettos.
2. Músicos menos populares cuya obra es «más austera y atormentada» (Jackie McLean, Tina Brooks, Mal Waldron, Elmo Hope), que no alcanzaron gran reconocimiento y que tocaban una música más expresiva pero menos asombrosa técnicamente que el bebop, y cuyo ánimo era, también, más sombrío. Acá podría agregarse a Wayne Shorter, por ejemplo.
3. Músicos de inclinaciones más suaves, más líricas, difíciles de insertar en el ámbito bebop (Art Farmer, Benny Golson, Gigi Gryce, Hank Jones, Tommy Flanagan). En el borde del hard-bop, se beneficiaban, justamente, de la indefinición, la amplitud y la mayor flexibilidad del movimiento para formar parte de él.
4. Experimentalistas que tenían el objetivo consciente de expandir los límites técnicos y estructurales del jazz (Andrew Hill, Sonny Rollins y John Coltrane antes de sus recorridos por la avant-garde). También podría incluirse aquí a Thelonious Monk y Charles Mingus, dos jugadores libres a quienes, en realidad, ninguno de estos movimientos define ni representa.
Una visión más actual y simplificada del hard bop lo dividiría en dos categorías: aquellos que, desde el bebop, giran hacia los ritmos bailables, las armonías más funky, los sonidos más contagiosos, y los que usan la base amplia y generosa del hardbop para lanzar sus experimentos armónicos y melódicos. Podría figurarse uno a John Coltrane pasando de uno a otro de esos estilos (cabe recordar sus inicios como músico de rhythm & blues) como un camino siempre ascendente, siempre hacia la luz. Mientras Soultrane, Coltrane plays the blues y Blue Train pueden ser leídos como discos de hard bop con insinuaciones vanguardistas, otros discos posteriores (antes de Ascension) bien pueden ser discos avant-garde con raíces hard-bop. Su hijo Ravi, en pleno siglo xxi, está unos pasos más atrás.

EL MENSAJE Y LOS MENSAJEROS

Alrededor del sol Miles Davis giraban algunos de los que formaron las bases más características del hard bop, y que le dieron su identidad, su nombre y su sonido. Uno de ellos fue Horace Silver, que en los años cincuenta se destacaba como uno de los más pianistas más melódicos y excitantes de la época (y que, casualmente, editó en 1992 The hardbop grandpop, literalmente, «El abuelo del hardbop»). En 1954, meses después de las sesiones con Davis, Blue Note le pidió que formara un quinteto para una fecha en el estudio. Silver llamó a Hank Mobley, Doug Watkins, Kenny Dorham y Art Blakey. El grupo se bautizó como «Jazz Messengers», un nombre que ya había usado Blakey para una big band de los años cuarenta y un septeto anterior. Así nacía uno de los grupos más influyentes de la historia del jazz, que luego sería pilotado por la fuerza africana de los tambores de Blakey hasta su muerte, en 1990, y lanzaría, de paso, las carreras de músicos como los hermanos Branford y Wynton Marsalis, Terence Blanchard, Donald Harrison, Bobby Timmons y tantísimos más. La fuerza arrolladora de los Messengers jamás careció o dejó de buscar la belleza, y esa tensión subyacente, a veces mal resuelta, es quizás uno de los rasgos principales de este sonido. En 1963, Horace Silver enumeró sus lineamientos para la composición musical:
A. Belleza melódica.
B. Sencillez significativa.
C. Belleza armónica.
D. Ritmo.
E. Influencias ambientales, hereditarias, regionales y espirituales.
En contraste de los saltos angulosos y los ritmos a veces autistas del bebop, el hardbop era, en resumen, una apertura a la belleza.
Otro de los grandes nombres del inicio del bebop era el trompetista Clifford Brown. Si se toma en cuenta la lamentable brevedad de su carrera (Brown, un hombre que siempre había esquivado las «trampas» de las adicciones a las que eran tan afectas sus colegas, y que además es hoy recordado como una persona franca, bondadosa y de gran corazón, murió en un desgraciado accidente automovilístico en 1956, con apenas 26 años de edad), la influencia de Brown como trompetista puede contarse entre las más importantes de la historia del jazz, al lado de Louis Armstrong, Miles Davis y Dizzy Gillespie. Sobrevivió poco más de un año al inicio del hard-bop, y es, sin embargo, uno de sus músicos más ejemplares. Como trompetista, su combinación de fuerza y belleza, de ataque y lirismo, generó incontables imitadores. Su quinteto coliderado por Max Roach (uno de los grandes bateristas beboppers, claro) es, junto con los Jazz Messengers, la otra gran unidad del hard.

EL FIN ES OTRO PRINCIPIO

Sonny Rollins, Dexter Gordon, Wynton Kelly, Lee Morgan, Stanley Turrentine, el gran organista Jimmy Smith y el mismo Coltrane fueron próceres, protagonistas y estrellas de reparto (características muchas veces encarnadas alternativamente en las mismas personas) de ese viaje llamado hard-bop, acompañados también por algunos –pocos— músicos blancos, como Flip Phillips, Zoot Sims, Al Cohn, Phil Woods y otros.
Al asimilar el hard-bop a una creación por y para los ghettos urbanos negros casi exclusivamente, empero, Rosenthal encuentra varias heridas letales en su desarrollo: el advenimiento del rock and roll y la popularidad del soul, nuevos y mejores juguetes para su público, la repetición fatigosa de viejas fórmulas y la llegada, políticamente radicalizada, del free jazz. Apenas diez años después de su nacimiento, muchos declaraban muerto al hard bop, para renacer en la década de los ‘80, de una manera arqueológica, de la mano de Wynton Marsalis y sus «jóvenes leones», que gozaban de una situación de aristocracia musical (fondos públicos, reconocimiento mediático, el jazz como música clásica) hasta entonces inédita. Marsalis, que se inició en la escuela clásica del hard bop (los Jazz Messengers) hizo unos pocos metros más allá en la dirección de la vanguardia del movimiento, para luego desandar camino en busca de una pureza y esencia que, en el fondo, jamás existieron. Es que, como dijo una vez Frank Zappa, «El jazz no está muerto; pero tiene mal olor». El hard bop marcó el jazz actual de una manera omnipresente y penetrante y se convirtió en el sonido estándar a partir del cual se genera todo lo demás. Fundido en la atmósfera general hasta casi desaparecer como tal, ha teñido, y sigue tiñendo los colores de un futuro que parece, aún, no encontrar la salida.
DISCOGRAFÍA HARD

Es muy difícil hacer una lista de los discos representativos de un género tan inasible como el hard-bop. Los que aquí se apuntan ofrecen, más que una búsqueda de la excelencia (que la tienen, todos ellos), una especie de brújula incompleta para recorrer sus múltiples caminos. Cualquiera de ellos puede reemplazarse por otro similar. Todos representan, en mayor o menor medida, un sonido característico.

Cannonball Adderley, In San Francisco
Clifford Brown/Max Roach
, Alone Together; Study in Brown
John Coltrane
, Blue Train; Soultrane
Miles Davis, Walkin’; Workin’; Saturday Night at the Blackhawk; Milestones, etc.
Dexter Gordon
, Doin’ Allright
Freddie Hubbard
, Hub Tones
Howard Rumsey’s Lighthouse All Stars
, Sunday Jazz à la Lighthouse
Lee Morgan
, The Best of Lee Morgan; The Cooker; The Sidewinder
Oscar Peterson
, Night Train
Sonny Rollins
, Saxophone Colossus
Horace Silver
, The Jazz Messengers; Finger Poppin’
Jimmy Smith
, The Sermon
Hank Mobley
, Soul Station
Sonny Clark
, Cool Struttin’
Herbie Hancock
, Takin’ Off
Donald Byrd
, A New Perspective
Joe Henderson
, Page One
Jackie McLean
, New Soil
Phil Woods
, Pot Pie
Art Blakey, A Night at Birdland; The Jazz Messengers; Moanin’; Art Blakey’s Jazz Messengers with Thelonious Monk, etc.
Johnny Griffin
, Introducing Johnny Griffin
Gene Ammons/Sonny Stitt
, Blowing in from Chicago
Art Farmer
, When Farmer meets Gryce
J. J. Johnson
, The Eminent J. J. Vol 1
Clifford Jordan
, Blowing in from Chicago
Charles Mingus
, Mingus Ah Um
Benny Golson
, Groovin’ with Golson
Jimmy Heath
, The Thumper
The Jazztet
, Meet the Jazztet
Tina Brooks
, True Bue
Stanley Turrentine
, The Blue Hour
Wayne Shorter, Speak No Evil


Nota: Artículo publicado originalmente en la revista Cuadernos de Jazz Nº 86 - Enero/Febrero 2005

jueves, 15 de febrero de 2007

NEW AGE: COMO QUIEN OYE LLOVER

Lo que para algunos es una “dulce conspiración”, para otros una amenaza a las religiones establecidas, una suerte de ocultismo benigno, y para muchos más sólo un conjunto de pautas de consumo “inteligente” con una pátina de búsqueda individual del bienestar y de conexión “holística” con el “cosmos”, la New Age es un fenómeno cambiante e inasible. Es probable que tenga que ver con la pérdida de eficacia de los grandes relatos (las ideologías, la religión) para explicar el mundo y el desamparo consiguiente, y también con los temores milenaristas, las amenazas terribles de un milenio que al igual que el siglo XX, parece no querer acabar nunca.
Como un comienzo impreciso de definición, podría decirse que la New Age (o nuevo paradigma) es un vasto movimiento colectivo que se desarrolló tanto en Europa como en los Estados Unidos, basado en la espera de una nueva “Era de Acuario”, con una concepción holística y global de la realidad como un ecosistema de relación equivalente y unitaria con lo divino. Como práctica de consumo (y también en otros niveles) es posible relacionar la New Age con la globalización, en el sentido de que ambas cosas comparten una apreciación cortés y superficial de las culturas alternativas (o políticamente periféricas) para luego absorberlas en una visión, en el fondo, absorbente y etnocéntrica. Lo mismo pasa con la música, como lo testimonian algunos de sus subgéneros (New Flamenco).
Como la ideología que la sustenta, que toma superficialmente lo que le conviene de otros credos y sistemas filosóficos, la música New Age se convierte en algo multiforme que lleva a confusiones. Durante mucho tiempo, las novedades como los sonidos ambient de Brian Eno, el minimalismo textural de Philip Glass, o el atmosférico jazz de Oregon caían bajo esa denominación. Pero la New Age es otra cosa, y su imprecisión estilística se contrapone a una precisión objetiva: un medio, un camino de unión, de meditación. Parece que todo empezó con las grabaciones instrumentales y solistas George Winston y William Ackerman para el sello Windham Hill (hoy máximo exponente del género). La revista Billboard, al no saber qué etiqueta ponerle al disco de Winston, lo definió como New Age. Winston empezó a producir más discos similares y la cosa creció. En la actualidad hay alrededor de 200 sellos discográficos en los EE.UU. solamente que se dedican a este género. Muchos sostienen que la New Age como ideología filosófica está acabada; incluso varios de sus pioneros han renegado de ella; lo que queda es el producto de consumo, el negocio.
“Música de ascensores, “empapelado auditivo”, la música New Age es fácil, sin aristas, sin desafíos, armonía pura, arritmia, muchas veces sin melodía, un fluir que no altera el entorno ni interrumpe el pensamiento. Cierta literatura new age presenta postulados “científicos” bajo la forma de novela, es decir, la misma insistencia en el fluir de la narración y en el no pensar. Pensada con un objetivo claro, la meditación, con sus concomitantes ampliaciones de la conciencia y fusión con el entorno, la música new age deja de ser un objeto de creación artística para convertirse en algo utilitario, una especie de electrodoméstico. Así, dan más o menos lo mismo los cantos gregorianos electroactualizados, las reversiones light de Bach, los sonidos seudoétnicos de Kitaro o Liebert que los cantos de pájaros o las olas de mar. La música New Age, finalmente, se escucha como quien oye llover.

RARUM



En la segunda mitad de la década de los setenta, la figura de Hermeto Pascoal estaba unida no tanto a su increíble versatilidad instrumental y a sus colaboraciones con Miles Davis (quien “tomó prestadas” dos de sus composiciones en Live Evil) como a sus excentricidades, la mayor de las cuales era, a partir de la publicación de Missa dos escravos, la utilización de cerdos vivos como instrumentos. Animaladas aparte, este disco, grabado en Los Angeles, producido por Airto Moreira y Flora Purim y con una formación de altísimo nivel, sobrevuela todo el tiempo por un sonido de fusión jazz-rock abrasilerada que, cuando parece que va a convertirse en algo cómodo y placentero, sobresalta al oyente con constantes interrupciones de genialidad.


Hermeto Pascoal
Missa dos escravos

Hermeto Pascoal (tecl, p, sint., v, fl, ss, g, cerdos vivos) ; Flora Purim (v) ; Ron Carter, Alphonso Johnson (b); Airto Moreira (bat, perc.); Chester Thompson (bat); Raul de Souza (tb); David Amaro (g).
Grabado en Los Angeles, 1977

Warner Bros 8122-73752-2

Este disco inmenso empieza con Tacho, que es, además de un ejemplo de fusión de alta calidad, una oportunidad de reflexionar sobre la influencia profunda de la música brasilera en el jazz, y sobre cómo esa influencia parece tan natural y antisolemne. El bajo de Alphonso Johnson cuaja tan bien con los ritmos abrasilerados de Airto Moreira como con la sutileza de los teclados de Pascoal. Como ocurre con el resto de este disco, cuando uno corre el riesgo de dejarse llevar por los ritmos agradables y soleados, el mismo Pascoal irrumpe con resonantes solos de flauta que coquetean con el free y la técnica extendida, y una brevísima intervención de la guitarra eléctrica de David Amaro nos devuelve el tema de una manera distorsionada por el recuerdo. Missa dos escravos es la famosa pieza de los puerquitos, cuya participación no genera ninguna ruptura con la melodía dulce que parece insinuar la guitarra acústica de Hermeto. Es él mismo quien vocaliza frases ominosas, casi terroríficas, que rompen con el clima. Años después Pascoal grabaría una de sus obras más conocidas, So Nao Toca Quem Nao Quer, una celebración del delirio controlado cuyo título puede traducirse como «Sólo no toca quien no quiere», aunque cabe preguntarse si diez años antes, sus acompañantes vocales porcinos querían participar de esta obra. El resultado es, como, todo el disco, imprevisible y sorprendente. Lo que empieza amable, casi dulce, pasa a ser inquietante, ominoso y finalmente surrealista, un collage de coros angelicales, gritos, llantos, risas y chillidos de cerdos que ponen, siguiendo en el reino animal, la piel de gallina.
Entonces llega Chorinho Para Ele y todo es alegría, una melodía memorable que Gismonti versionó más de una vez. La ruptura se da, esta vez, con la velocidad. Hermeto, un flautista de primera, va aumentando la velocidad hasta dejarnos sin aliento. Cannon es un solo de flauta con efectos vocales dedicado a Cannonball Adderley cuya trascripción, nota por nota, forma parte de un bellísimo dibujo incluido en el LP original y reducido, en tamaño y calidad, en la edición de CD (Ver ilustración). En Escuta Meu Piano Hermeto, al piano solo, nos ofrece, con una técnica impresionante, el mismo programa: una melodía maravillosa de la que rápidamente se cansa para convertirla en un caos multicolor y violento (o sinestésico). Otra concesión (aunque no del todo) al jazz-rock a la Weather Report (Aquela Valsa) da lugar a Geleia De Cereja, casi 12 minutos de improvisación que va y viene del free a la balada y del samba a la fusión sin complejos ni respiros y que empieza con cuatro notas maravillosas y obstinadas de Ron Carter. La reciente edición en CD añade dos electrizantes jams registradas durante la grabación y descartadas del disco original, con el regreso de Alphonso Johnson al bajo. Además del uso de los cerditos, la mera multiversidad de territorios y sonidos que recorren este disco, en una especie de entropía en constante movimiento, da a entender que la música, su creación, no es sólo humana, aunque abarque todo lo humano. A falta de un mejor nombre, ese caos giratorio y sus intentos de controlarlo o de darle sentido se llama, para algunos, jazz. Para otros libertad.

Publicado en la sección RARUM de mi creación en la revista Cuadernos de Jazz, Nº 98, enero/febrero 2007.

miércoles, 14 de febrero de 2007

Oscar Alemán

Como toda épica, el jazz se nutre tanto de leyendas como de grandes e injustos olvidos. Uno de los casos más emblemáticos es el del guitarrista argentino Oscar Alemán, nacido en la profunda provincia del Chaco en 1909 y fallecido en Buenos Aires en 1980. Nutrido por una adolescencia en Brasil y habiendo emigrado a París en los años ’30, Alemán no sólo fue uno de los grandes guitarristas del swing —tocó con Bill Coleman, Stephane Grappelli, entre otros —sino que fue comparado retrospectiva y favorablemente con Django Reinhardt, por algunos escasísimos y avisados críticos norteamericanos. La leyenda dice que se conocieron, que se influyeron mutuamente, y que el chaqueño decidió volver a su patria asustado por la guerra, perdiendo así la oportunidad de entrar en la historia por la puerta grande. A pesar de haber sido pionero en la fusión de ritmos brasileros y argentinos con el swing, incluso en el jazz argentino la memoria de Oscar Alemán se pierde en borrosos recuerdos de un hombre morocho, pequeñito, que tocaba muy rápido y que a veces, en un gesto que antes parecía circense y hoy es una muestra tanto de virtuosismo como de buen humor, daba vuelta la guitarra y tocaba al revés, instrumento en la espalda.
Además de Swing Guitar Masterpieces 1937-1957, acaban de lanzarse Grabaciones recuperadas y Oscar Alemán con Los Cinco Caballeros, dos compactos recientes que recopilan, en una edición mezquina y desprolija pero con muy buen sonido, sesiones de este genial guitarrista realizadas en Buenos Aires en los años sesenta. Hay una versión hilarante de “Bésame mucho”, brilla por doquier una técnica insuperable, tal vez más sutil y con un rango más amplio que la del gitano Reinhardt y se oye, por sobre todo, una alegría y un placer de tocar muy poco comunes, uno de los tantos aportes de un gran olvidado

martes, 13 de febrero de 2007

MISTY

En la película policial Play Misty for Me, Clint Eastwood, su director y protagonista, tiene un programa de radio al que una oyente llama todas las noches para pedir su canción favorita. Lo que Eastwood no sabe es que se trata de una mujer desequilibrada, enferma de amor, a punto de desatar una carrera homicida, y poco y nada cuesta creer que los sonidos flotantes y sugerentes de su canción favorita sean, también, catalizadores de esa locura romántica. Hace cincuenta años, cuando apareció en el mundo la canción Misty, su compositor, el pianista Erroll Garner, ya era un inclasificable gigante del jazz. Su sonido, generoso con las notas, con un swing propio y para nada ortodoxo y su figura como encarnación del prototipo del músico «natural», sin estudios formales, lo convirtió en una leyenda viviente, que tocaba el piano como una orquesta completa, con agudos que parecían flotar en el aire y sin red. Para ciertos niveles académicos, lo que Garner tocaba era «imposible» o, directamente, estaba «mal». Como pocos, consiguió generar un estilo propio, inmediatamente reconocible y casi inmutable. Pero en 1954 se grabó Misty y todo cambió. La fama de la canción superó con creces a la de su compositor. Su melodía memorable y compleja inspiró más de quinientas versiones, de artistas tan diversos como Derek Bailey, Duke Ellington, Oscar Peterson, Stan Getz o Dexter Gordon, y hasta tentó a exponentes de la banalidad como Liberace y Kitaro. De todas maneras, fueron los y las cantantes quienes mejor uso hicieron de Misty. Frank Sinatra, Ella Fitzgerald, Aretha Franklin, Chris Connor son algunos de los que sintieron el llamado de esa canción cuya letra, lindando con la estupidez, habla del estado neblinoso, atontado, que es uno de los efectos colaterales del amor. Cuatro años más tarde de su lanzamiento, Sarah Vaughan grabó, en Vaughan and Violins, una versión de Misty que quizás sea insuperable: a pesar de la letra, a pesar de los arreglos vulgares de Quincy Jones, la voz de la divina Sassy se desplegaba en miles de matices eróticos y románticos, jugando con la melodía como un gato con un pajarito y permitiéndonos vislumbrar, a través de los exóticos colores de la neblina de su voz, las razones por las que Misty se ha convertido en una canción inmortal.