viernes, 28 de agosto de 2009

RESEÑAS: EL OTOÑO DE LA DAMA


BILLIE HOLIDAY
The Ben Webster/Harry Edison Sessions

Billie Holiday (v); Ben Webster (st); Harry Edison (t); Jimmy Rowles, Mal Waldron (p); Barney Kessel (g); Joe Mondragon, Red Mitchel, Joe Benjamin (b); Alvin Stoller, Larry Bunker, Jo Jones (bat).
Hollywood, Newport, Agosto de 1956, enero y julio de 1957
LHJ10355


EL OTOÑO DE LA DAMA

Si no hay palabras para definir la voz de Billie Holiday, tal vez la única manera de hablar de ella sea apuntando directamente a lo impreciso, a lo oscuro, a la sinestesia más caótica. Algunos ven colores en los sonidos; en ese caso, podría describirse esa voz como un marrón metálico, un anaranjado profundo, un azul afilado e hiriente. Otros, en un rapto de ingenio, usaron categorías cuasi freudianas y dijeron que la voz de Billie Holiday era deseo, deseo insatisfecho, deseo intenso y siempre a punto de estallar. También podría compararse con ese frío del otoño que eriza ciertas partes del cuerpo, un frío erótico, un frío que dan ganas de acurrucarse cerca de alguien, un frío mullido. Los discos incluidos en esta compilación, Body and Soul, All or nothing at all y Songs for distingué lovers se caracterizan todos por haber sido grabados sobre el final de la vida en esta tierra de Holiday, discos otoñales, profunda y profusamente melancólicos. A Billie la abrigan (y nunca mejor dicho) y la acarician, más que los otros acompañantes, el saxo gordo y sensual de Ben Webster y la trompeta dulcísima de Harry Edison. Suenan increíbles, poniendo en escena el pesar por el hecho de que la alta fidelidad alcanzara a Holiday en un momento en que su voz ya no era lo que había sido. Es que hay quienes hablan de épocas de su voz, de tiempos mejores, más vitales y casi alegres, de un desparpajo en el canto menos dominado por la tristeza y oscuridad. Este disco tal vez no sea para ellos: hay muchos pliegues en estas grabaciones, y los estragos del tiempo son casi tridimensionales en este sonido. Para los demás, son tomas perfectas, tan perfectas como las anteriores, cargadísimas de expresividad, de capas, de múltiples lecturas, y de la infinita capacidad seductora del desaliento. La grabación en Newport incluida casi como regalo de despedida es dolorosa en ese sentido. El directo podía ser demasiado violento con el cristal ajado de esta voz genial. En cualquier caso, estos discos son un dulce, sutil, exquisito desgarro.


Publicado originalmente en Cuadernos de Jazz

RARUM: EL PIANISTA SALVAJE

¿Qué parte del origen inicial de un músico de jazz consigue colarse, consciente o inconscientemente, en su música? ¿Hasta dónde la nacionalidad de un contrabajista noruego, de un baterista catalán, de un pianista canadiense, influye sobre la forma y el modo de su música? Para algunos, Bobby Enríquez debe su fama más a su nacimiento en Bacolod, Filipinas, que a su calidad como pianista. ¿Y qué sabemos de la música filipina, esa región caracterizada por la mezcla del cristianismo español y las culturas asiáticas, como para detectarla en los alardes pirotécnicos de este músico «criminalmente subestimado», según ciertos críticos?

Bobby Enríquez
Wild Piano
Bobby Enríquez (p); Eddie Gómez (b); Al Foster (bat.).
Nueva York, diciembre de 1987


Nacido en 1943 con el nombre de Roberto Delprado Yulo Enríquez, según la leyenda empezó a tocar a los dos años y a los doce ya había iniciado su carrera profesional. A los quince se escapó de su casa y recorrió el sudeste asiático viviendo de su prodigiosa técnica con las teclas. Deben de haber sido tiempos interesantes, aquéllos, y en aquella zona, una tupida jungla de malentendidos culturales apenas contenida por la dominación de los conquistadores, a la sazón el ejército de ocupación de los Estados Unidos. Era 1962, Enríquez tocaba el piano en un Club de Oficiales del ejército norteamericano en Taiwán, donde un asesor legal del ejército le prestó sus discos cariñosamente enviados desde Estados Unidos: Oscar Peterson, Errol Garner, Dave Brubeck, Thelonious Monk. El filipino, al parecer, podía interpretarlos de la A a la Z después de escucharlos sólo una vez: oído absoluto, que le dicen. El hombre de leyes lo ayudó a agenciarse un curso de música por correspondencia proveniente de la famosa Berklee School of Music, de seis meses. Enríquez lo terminó en dos semanas, al parecer añadiendo lo que había aprendido durante su niñez en Manila, donde se había vuelto experto en artes marciales callejeras y donde, se decía, hacía gala de una velocidad mayor que la de Bruce Lee. No hay datos sobre quién sufrió más, si sus compañeros de entrenamiento o los pianos que dejó en el camino. En cualquier caso, Enríquez siguió su periplo por Honolulu, Los Ángeles, Hawai, donde pasó a ser director musical de Don Ho. Descubierto por Richie Cole, en los ochenta participó en varios de los discos del saxofonista y también realizó grabaciones como líder para el sello Crescendo, al tiempo que su velocísima técnica le ganaba los motes alternativos de The Madman y The Wildman (el loco y el salvaje). Uno de sus discos se llama, por cierto, España (1982), y se compone mayormente de una suite en homenaje a Andalucía escrita por el cubano Ernesto Lecuona, hablando de mezclas y de influencias transoceánicas no siempre tan fácilmente detectables.
En la portada de Wild Piano, grabado en 1987, un estilizado y elegante domador, supónese Enríquez, se enfrenta con un látigo a un piano imponente, casi ominoso. No hay sutilezas aquí: el piano es un animal poderoso pero rebelde al que hay que machacar para sacarle lo mejor que tiene: «All Blues» de Miles Davis se transforma en un asombroso (e irreconocible) ejercicio de citas y carreras por las teclas; la velocidad se modera en «September Song», una versión cargada de swing, o en la muy bluesera «Gee Baby Ain’t I Good to You», y los temas en solitario, como «Classical Gas» o «Pannonica», también están cargadísimos de referencias, intertextualidades y muchas, muchas notas. Enríquez divierte, fascina, y hasta es capaz de arrancar algún suspiro de asombro, mientras Eddie Gómez y Al Foster lo siguen, también divertidos y fascinados. Pero difícilmente emocione: está tan pendiente de su propia técnica, tan abocado al deslumbramiento, que por momentos parece usar a Monk, Davis, Fats Waller y otros sólo como excusa para seguir domando al piano, ese complejo enemigo, con su proverbial látigo, con sus tomas de karate o similar. En cierta forma, el jazz también es, o puede ser, eso.
Enríquez murió en 1996, tres años después de haberse convertido en un «cristiano renacido» y de hablar de cómo «Dios le había cambiado la vida». En sus últimos tiempos se dedicaba a la música sacra. Quizás entonces, en el umbral de la despedida, se le concedió, como punto culminante de una abundancia de dones, el de la sutileza.

Publicado originalmente en Cuadernos de Jazz.