sábado, 12 de diciembre de 2009

RARUM - Lee Wiley - LA VOZ LÍQUIDA


Hay quienes la comparan con Billie Holiday. Se la cita como influencia directa de Peggy Lee, Rosemary Clooney o Dinah Shore. Sin embargo, su nombre nunca estuvo asociado al panteón de las grandes vocalistas de jazz. «Jamás ha recibido el crédito que se merece», dijo de ella Truman Capote. Pero su influencia fue mucho más allá de su rango estilístico o su insoslayable sensualidad: al ser la primera cantante en dedicar un álbum entero al mismo compositor, Wiley inventó lo que se conoció como «songbooks», formato luego popularizado por Ella Fitzgerald. Con ustedes, la misteriosa dama blanca del jazz.

Lee Wiley
Night in Manhattan
Lee Wiley (voc.); Bobby Hackett (t); Joe Bushkin, Stan Freeman, Cy Walter (p).
Nueva York, 1950


Lee Wiley nació en 1908. Lee Wiley nació en 1915. Lee Wiley nació en 1910. Era descendiente directa de una princesa cherokee, a lo que debía su altiva y letal belleza, su mote de «Pocahontas» y su carácter monárquico. Huyó de su casa en la década del ’20 para ir a Nueva York y volcarse al jazz. A principios de la década siguiente, la caída de un caballo la dejó ciega, pero recuperó la vista y tanto ese accidente, como un roce con la tuberculosis, interrumpieron su carrera musical pero no la anularon. Todos, al parecer, querían casarse con ella, incluído Artie Shaw, quien, con ocho bodas a sus espaldas, le propuso matrimonio a Lee. Ella, a la sazón con dos ex maridos, se rehusó. Trabajar con Lee Wiley era difícil y conflictivo; trabajar con Lee Wiley era una maravilla. Era alcohólica, y condenaba manifiestamente las adicciones de otros músicos. Era orgullosa a un extremo. Daba tanta importancia al poder de su belleza que la presunta declinación de ésta fue una de las razones de su retiro a partir de la década de los sesenta.

La biografía de esta misteriosa cantante es (como su voz) líquida, fluye sinuosa entre los hechos y la fantasía, entre las leyendas promocionales y los adjetivos de incondicional admiración por su voz y su belleza (cabello del color del trigo, piel olivácea) que la salpican. Entre la buena cantidad de «oportunidades doradas» que perdió por su carácter o su integridad, destaca un acontecimiento: su renuncia a formar parte de uno de los programas radiales más importantes del momento por la negativa de los productores de incluir al compositor Victor Young, quien era en esa época su compañero sentimental y profesional.

En 1939, Wiley grabó un «álbum» (ocho «lados» de 78 rpm) dedicado íntegramente a Gershwin. Su éxito la instó a hacer lo propio con Cole Porter en 1940, el tándem Rodgers & Hart en 1940 y 1954, Harold Arlen en 1943 y el dúo compositivo Youman-Berlin en 1951, creando en los hechos lo que luego se conoció como songbooks o cancioneros, ese formato tan popularizado por Ella Fitzgerald. En el medio, grabó Night in Manhattan, un disco de 10 pulgadas (un formato intermedio y desaparecido, más pequeño que el LP que conocemos) con ocho canciones, algunas clásicas, como Manhattan de Rodgers & Hart, otras menos conocidas, como Any time, any day, anywhere, de la que ella compuso la letra. Aparecido en innumerables compilaciones, este disco, en la que Wiley canta acompañada de Bobby Hackett y Joe Bushkin, forma el centro de la edición que nos ocupa, a la que se le añadieron cuatro temas más con un dúo de pianistas, Stan Freeman y Cy Walter. Para muchos su mejor disco, Night in Manhattan es perfecto en los ocho temas originales, que suenan, a la vez, deliciosamente anticuados y profundamente sensuales, con una voz que puede ir de la ronquera insinuada al vibrato más rancio, y que expresa una extraordinaria densidad de significados en prácticamente cada nota. La trompeta de Hackett la acompaña con la dosis justa de discreción y protagonismo, y en este marco Wiley llega incluso a insinuar un tono cool, una sutil ironía, que le va perfecto. Los temas con el dúo de pianistas no están a la misma altura; en cualquier caso, Night in Manhattan es hoy tal vez la mejor opción para sortear el bache de la ignorancia e impregnarse de Lee Wiley, la Greta Garbo del jazz, como se ha dicho por ahí.

STEFANO BOLLANI


Para el universo del jazz, un universo que puede ser tan o más cerrado, arbitrario y sectario como cualquier otro, Stefano Bollani es un pianista italiano que, poco a poco y casi en silencio, fue forjándose una carrera sutilmente impresionante, con colaboraciones con Pat Metheny, Phil Woods, Lee Konitz, Gato Barbieri y Richard Galliano, entre otros, y con una serie de discos en los que, alternando entre la vertiente más norteamericana del jazz y una apropiación inteligentemente bulímica de otras músicas, demostró ser uno de los intérpretes más interesantes de los últimos tiempos. Dentro de esa discreta fama en el mundo jazzístico, hay hitos que destacan: en especial, su primer disco para ECM (Piano solo, 2006). Semejante audacia, un disco de piano en solitario como debut en uno de los sellos más famosos del jazz, tuvo sus frutos. Los lectores de la revista estadounidense Down Beat lo eligieron octavo entre los nuevos talentos y tercero entre los jóvenes pianistas del mundo; la revista All About Jazz lo incluyó entre los cinco músicos más importantes del 2007, junto a Ornette Coleman y Sonny Rollins. En Viena le dieron el premio Europeijazzpreis al músico europeo del año. Ya antes, había ganado el premio a la nueva estrella de la revista japonesa Swing Journal. Así las cosas, para ese mundo más o menos cerrado, arbitrario y sectario del jazz, Stefano Bollani es un músico que merece atención.


Pero en Italia es otra cosa: en Italia es una estampida, un estallido, un hombre multifacético que cumple tanto los papeles de estrella radial y televisiva (los vídeos que aparecen en youtube de sus apariciones catódicas son desternillantes; sus imitaciones de Domenico Modugno, Fred Bongusto o Franco Battiato impagables; canta bien, es atractivo, se pone al público en el bolsillo; es capaz de dirigir una banda al mejor estilo Les Luthiers como ponerse intensamente romántico), escritor de cuentos infantiles y de fábulas para adultos, y dueño de un manejo perfectamente natural de una profunda cultura libresca y poética. Su disco Les fleures bleues de 2002 es un tributo a Raymond Queneau; en Gnosi Delle Fanfole (1998) le pone música al poeta metasemántico Fosco Maraini; Mambo italiano (1997) está dedicado a Dean Martin. «En el año 2009, todo lo que haces viene de algún lado», declaró una vez, hablando del jazz, de la tradición, de Italia, de Brasil. Si hubiera que buscar algún buen ejemplo de un músico posmoderno, Stefano Bollani podría calificar para el puesto. Pero no durante mucho tiempo: lo que lo salva de cualquier encasillamiento seudo o neofilosófico, lo que otorga a su obra esa originalidad, lo que, finalmente, lo «italianiza», es el humor. Un humor que no se nota tanto en los discos, o si se nota, es en forma de una cariñosa ironía, de una apropiación momentánea y amable de todas esas influencias que sobrevuelan a su obra. Un humor que, además de en sus apariciones televisivas, al parecer es la columna vertebral de sus conciertos.

Nacido en Milán en 1972, a los seis años quería ser cantante pop (se nota), y para acompañarse empieza a tocar el piano. Tiempo después le manda una cinta a su ídolo, Renato Carosone, quien le contesta con el consejo de que escuche mucho jazz. A los once se inscribe en el Conservatorio Luigi Cherubini de Florencia, y a los quince ya tocaba profesionalmente. Después de acompañar a cantantes como Laura Pausini, conoce al gran trompetista Enrico Rava, famoso, entre otras cosas, por apadrinar a músicos jóvenes. Rava le aconseja que olvide el pop y se arriesgue con el jazz. En poco tiempo Bollani pasa a tocar con su mentor, un dúo en el que poco a poco fueron intercambiando sus papeles: Bollani se volvía más serio en escena, mientras Rava hacía gala del humor irreverente y surrealista de Bollani. Entonces empieza la consagración: en 1998 es elegido mejor nuevo talento por la revista Musica Jazz; para esa época crea y dirige la l’Orchestra del Titanic; participa en un homenaje jazzístico a estrellas pop italianas de los sesenta y setenta (Abbassa la tua radio). En su primer disco de piano solo, Småt Småt (2004), cita tanto a The Beatles como a Prokofiev, toca música contemporánea argentina y tangos; en Piano Solo, a The Beach Boys, al tango de nuevo y a Scott Joplin. En todos encuentra algo, a todos les saca algo. En Concertone se pone al frente de la Orquesta de la Toscana. Tanto homenajea al folclore escandinavo (Gleda: Songs from Scandinavia, 2005) como a Ellington (Black and Tan Fantasy, 2006) y Gershwin (Gershwin and More Live, 2007). Al frente de la Filarmonica 900 de Turín grabó todo un disco de composiciones de Francis Poulenc (Les animaux modéles). I Visionari de 2006, al frente de su quinteto, es un CD doble que empieza de una manera y de pronto se llena de músicos invitados y todo cambia. Escucharlo es casi como espiar una fiesta sorpresa.

Pero también puede ponerse magníficamente serio e intimista, como en The Third Man (2007), en dúo con su mentor Enrico Rava, o al frente de su «trío danés», el contrabajista Jesper Bodilsen y el baterista Morten Lund, con quienes grabó Gleda, Mi Ritorni in Mente y ahora su último registro, Stone in the Water, también en el sello ECM, donde hay una mayoría de temas del propio Bollani, algunos de sus acompañantes, pero también de Poulenc, Jobim, Moraes y Caetano Veloso. La música brasileña parece ser el último amor de este pianista italiano, un amor nuevo e informado, a juzgar por el profundo conocimiento con que se acerca a ella. Para su extraordinario registro Carioca (2008), Bollani se juntó con músicos brasileros y extrajo temas diversos de ese canon tan rico (y tan utilizado por el jazz). El disco fue grabado en Río de Janeiro y, más tarde, fue objeto de una gira de conciertos en varias ciudades de Brasil, durante la cual Bollani se convirtió en el segundo músico del mundo (después de Jobim, nada menos) en tocar un piano de cola en una favela. Y en cierta manera, hay mucho en Bollani que tiene que ver precisamente con eso: con la importancia del gesto.
Publicado originalmente en ABCD, en noviembre de 2009

domingo, 4 de octubre de 2009

Charlie Haden - Montreal Tapes


Ésta anécdota no es muy conocida. En 1971, Charlie Haden decidió interpretar, durante un concierto en Portugal con el cuarteto de Ornette Coleman, su tema «Song for Che», y lo dedicó a los movimientos de liberación de los pueblos negros de Mozambique, Angola y Guinea-Bissau. Al día siguiente Haden fue detenido en el aeropuerto de Lisboa e interrogado por la policía secreta portuguesa. Fue liberado por el agregado cultural de Estados Unidos, aunque a partir de ese momento estuvo en la mira del FBI.
En 2003, Haden actuó en dúo con Pat Metheny en Barcelona, donde agradeció a los habitantes de la ciudad sus manifestaciones en contra de la guerra de Bush en Irak. «Viéndolas desde mi país, me sentí menos solo», dijo, o algo similar.
En los treinta y dos años que pasaron, este contrabajista nacido en 1937 en Iowa contribuyó a la fundación del free jazz, formó parte del «cuarteto americano» de Keith Jarrett, creó la Liberation Music Orchestra que aunaba los preceptos del jazz más avanzado con las canciones de la guerra civil española y con músicas de otras revoluciones, dirigió su propio Quartet West para explayar su lado más romántico y lírico, participó de un mágico trío con Egberto Gismonti y Jan Garbarek, de varios dúos también mágicos con Metheny, Hank Jones y Kenny Barron, hizo un par de discos de boleros, y se permitió un viaje nostálgico a la música country de su infancia. En el medio, se las arregló para convertirse en uno de los contrabajistas más importantes, reconocibles y abarcadores de la historia del jazz y su visión política siguió siendo tan libre como su música.
Nacido en una familia de músicos profesionales, Haden hizo su debut artístico (como cantante) a los dos años. La grabación de ese debut ha sido rescatada, con un sentido más nostálgico que artístico, en Rambling Boy (2008), la incursión country de Haden. A los quince contrajo una poliomielitis que le paralizó las cuerdas vocales. Convertido en contrabajista, se mudó a Los Angeles, donde tocó con Hampton Hawes, luego con Art Pepper y, por último, con un hombre que hacía una música rara y que tocaba un saxo de plástico, Ornette Coleman. A fines de los cincuenta Haden fue miembro del legendario cuarteto que grabó Shape of Jazz to Come y Turn of the Century, así como del octeto que hizo Free Jazz, tres títulos que, al tratar de desembarazarse de la estructura de acordes para improvisar, cambiaron, para siempre, la historia. Había nacido el jazz libre.
En los sesenta, Haden tocó con Keith Jarrett y fundó, junto con la pianista Carla Bley, la Liberation Music Orchestra, una singular big band de personal cambiante que intentaba trasladar los parámetros de la libertad en la música a lo que sus creadores veían como una lucha por la libertad. La guerra civil española, Vietnam, la política exterior de Estados Unidos y, en Not in Our Name (2005), la guerra de Irak, son los temas centrales de la música de Liberation.
Además de sus extraordinarias colaboraciones con Metheny, Jones y Barron, el lado más desvergonzadamente romántico de Haden, un contrabajista que como instrumentista siempre prefirió la serenidad a la velocidad, la textura al deslumbramiento, se encarnó en Nocturne (2001) y Land of the Sun (2004), que son, básicamente, discos de boleros. El lado más disonante, más free, parecía haber quedado atrás.
Pero no tan atrás. En 1989, hace justo veinte años, el Festival Internacional de Jazz de Montreal contrató a Haden para ocho conciertos y le dio «carta blanca». El resultado fue una serie de discos, The Montreal Tapes, donde se registraron siete de esos conciertos. Seis de ellos aparecen ahora reunidos en una caja del mismo nombre: cinco de Haden en trío con Joe Henderson y Al Foster, con Geri Allen y Paul Motian, con Don Cherry y Ed Blackwell (miembros fundadores del free jazz), con Paul Bley y Motian, y al frente de la Liberation Music Orchestra. De los conciertos faltantes, uno (con Pat Metheny y Jack DeJohnette) permanece inédito y otro (en dúo con Gismonti) fue editado por ECM en 2001. Los seis que sí están son, en cualquier caso, una maravilla: Haden brilla en los tríos como brilla siempre: escuchando, dejando hacer, proveyendo el marco. Su lirismo está tan presente como las audacias típicas de un visionario, la ligereza que le da su alegría de tocar es tan profunda como sus conocimientos. Buena parte de la historia del jazz pasa por allí, y Haden, con la modestia y la fuerza de sus convicciones, parece ser capaz de sostenerlo todo.

Publicado en ABCD

viernes, 28 de agosto de 2009

RESEÑAS: EL OTOÑO DE LA DAMA


BILLIE HOLIDAY
The Ben Webster/Harry Edison Sessions

Billie Holiday (v); Ben Webster (st); Harry Edison (t); Jimmy Rowles, Mal Waldron (p); Barney Kessel (g); Joe Mondragon, Red Mitchel, Joe Benjamin (b); Alvin Stoller, Larry Bunker, Jo Jones (bat).
Hollywood, Newport, Agosto de 1956, enero y julio de 1957
LHJ10355


EL OTOÑO DE LA DAMA

Si no hay palabras para definir la voz de Billie Holiday, tal vez la única manera de hablar de ella sea apuntando directamente a lo impreciso, a lo oscuro, a la sinestesia más caótica. Algunos ven colores en los sonidos; en ese caso, podría describirse esa voz como un marrón metálico, un anaranjado profundo, un azul afilado e hiriente. Otros, en un rapto de ingenio, usaron categorías cuasi freudianas y dijeron que la voz de Billie Holiday era deseo, deseo insatisfecho, deseo intenso y siempre a punto de estallar. También podría compararse con ese frío del otoño que eriza ciertas partes del cuerpo, un frío erótico, un frío que dan ganas de acurrucarse cerca de alguien, un frío mullido. Los discos incluidos en esta compilación, Body and Soul, All or nothing at all y Songs for distingué lovers se caracterizan todos por haber sido grabados sobre el final de la vida en esta tierra de Holiday, discos otoñales, profunda y profusamente melancólicos. A Billie la abrigan (y nunca mejor dicho) y la acarician, más que los otros acompañantes, el saxo gordo y sensual de Ben Webster y la trompeta dulcísima de Harry Edison. Suenan increíbles, poniendo en escena el pesar por el hecho de que la alta fidelidad alcanzara a Holiday en un momento en que su voz ya no era lo que había sido. Es que hay quienes hablan de épocas de su voz, de tiempos mejores, más vitales y casi alegres, de un desparpajo en el canto menos dominado por la tristeza y oscuridad. Este disco tal vez no sea para ellos: hay muchos pliegues en estas grabaciones, y los estragos del tiempo son casi tridimensionales en este sonido. Para los demás, son tomas perfectas, tan perfectas como las anteriores, cargadísimas de expresividad, de capas, de múltiples lecturas, y de la infinita capacidad seductora del desaliento. La grabación en Newport incluida casi como regalo de despedida es dolorosa en ese sentido. El directo podía ser demasiado violento con el cristal ajado de esta voz genial. En cualquier caso, estos discos son un dulce, sutil, exquisito desgarro.


Publicado originalmente en Cuadernos de Jazz

RARUM: EL PIANISTA SALVAJE

¿Qué parte del origen inicial de un músico de jazz consigue colarse, consciente o inconscientemente, en su música? ¿Hasta dónde la nacionalidad de un contrabajista noruego, de un baterista catalán, de un pianista canadiense, influye sobre la forma y el modo de su música? Para algunos, Bobby Enríquez debe su fama más a su nacimiento en Bacolod, Filipinas, que a su calidad como pianista. ¿Y qué sabemos de la música filipina, esa región caracterizada por la mezcla del cristianismo español y las culturas asiáticas, como para detectarla en los alardes pirotécnicos de este músico «criminalmente subestimado», según ciertos críticos?

Bobby Enríquez
Wild Piano
Bobby Enríquez (p); Eddie Gómez (b); Al Foster (bat.).
Nueva York, diciembre de 1987


Nacido en 1943 con el nombre de Roberto Delprado Yulo Enríquez, según la leyenda empezó a tocar a los dos años y a los doce ya había iniciado su carrera profesional. A los quince se escapó de su casa y recorrió el sudeste asiático viviendo de su prodigiosa técnica con las teclas. Deben de haber sido tiempos interesantes, aquéllos, y en aquella zona, una tupida jungla de malentendidos culturales apenas contenida por la dominación de los conquistadores, a la sazón el ejército de ocupación de los Estados Unidos. Era 1962, Enríquez tocaba el piano en un Club de Oficiales del ejército norteamericano en Taiwán, donde un asesor legal del ejército le prestó sus discos cariñosamente enviados desde Estados Unidos: Oscar Peterson, Errol Garner, Dave Brubeck, Thelonious Monk. El filipino, al parecer, podía interpretarlos de la A a la Z después de escucharlos sólo una vez: oído absoluto, que le dicen. El hombre de leyes lo ayudó a agenciarse un curso de música por correspondencia proveniente de la famosa Berklee School of Music, de seis meses. Enríquez lo terminó en dos semanas, al parecer añadiendo lo que había aprendido durante su niñez en Manila, donde se había vuelto experto en artes marciales callejeras y donde, se decía, hacía gala de una velocidad mayor que la de Bruce Lee. No hay datos sobre quién sufrió más, si sus compañeros de entrenamiento o los pianos que dejó en el camino. En cualquier caso, Enríquez siguió su periplo por Honolulu, Los Ángeles, Hawai, donde pasó a ser director musical de Don Ho. Descubierto por Richie Cole, en los ochenta participó en varios de los discos del saxofonista y también realizó grabaciones como líder para el sello Crescendo, al tiempo que su velocísima técnica le ganaba los motes alternativos de The Madman y The Wildman (el loco y el salvaje). Uno de sus discos se llama, por cierto, España (1982), y se compone mayormente de una suite en homenaje a Andalucía escrita por el cubano Ernesto Lecuona, hablando de mezclas y de influencias transoceánicas no siempre tan fácilmente detectables.
En la portada de Wild Piano, grabado en 1987, un estilizado y elegante domador, supónese Enríquez, se enfrenta con un látigo a un piano imponente, casi ominoso. No hay sutilezas aquí: el piano es un animal poderoso pero rebelde al que hay que machacar para sacarle lo mejor que tiene: «All Blues» de Miles Davis se transforma en un asombroso (e irreconocible) ejercicio de citas y carreras por las teclas; la velocidad se modera en «September Song», una versión cargada de swing, o en la muy bluesera «Gee Baby Ain’t I Good to You», y los temas en solitario, como «Classical Gas» o «Pannonica», también están cargadísimos de referencias, intertextualidades y muchas, muchas notas. Enríquez divierte, fascina, y hasta es capaz de arrancar algún suspiro de asombro, mientras Eddie Gómez y Al Foster lo siguen, también divertidos y fascinados. Pero difícilmente emocione: está tan pendiente de su propia técnica, tan abocado al deslumbramiento, que por momentos parece usar a Monk, Davis, Fats Waller y otros sólo como excusa para seguir domando al piano, ese complejo enemigo, con su proverbial látigo, con sus tomas de karate o similar. En cierta forma, el jazz también es, o puede ser, eso.
Enríquez murió en 1996, tres años después de haberse convertido en un «cristiano renacido» y de hablar de cómo «Dios le había cambiado la vida». En sus últimos tiempos se dedicaba a la música sacra. Quizás entonces, en el umbral de la despedida, se le concedió, como punto culminante de una abundancia de dones, el de la sutileza.

Publicado originalmente en Cuadernos de Jazz.

lunes, 11 de mayo de 2009

RESEÑA: CARMEN MCRAE - Live at Umbria Jazz


Carmen McRae - Live at Umbria Jazz


Carmen McRae (v), Eric "Fats" Gunnison (p), Mark Simon (b), Mark Pulice (bat). Perugia - Julio 1990
EGEA EUJ - 1003

4 estrellas


Carmen McRae es una de las grandes segundas del jazz de todos los tiempos, que quedó fuera por muy poco y por razones no del todo claras de la liga de las grandes divas como Billie Holiday, Ella Fitzgerald o Sarah Vaughan. Cantante personalísima, tiene, como esas grandes mencionadas, la cualidad de ser inmediatamente identificable y de resignificar cada letra y cada canción con su tono, entre arrabalero e irónico. Así como la voz de Billie Holiday adhería un desgarro permanente a todas sus interpretaciones, aunque se tratara de temas ligeros y alegres, uno no puede evitar sentir que cuando McRae dice que "sólo tengo ojos para ti" en realidad todo es relativo. Como Betty Carter, es dueña de un swing relajado, casi displicente, que se desliza por los compases con un ritmo propio e interior pero, a diferencia de la gran Carter, McRae tiene una voz dura, pesada que a veces suena como un cachetazo y otras como una carcajada, pero jamás como una caricia. En este disco, grabado muy poco antes de que el asma le impidiera seguir cantando, ofrece un repertorio de standards con la ya habitual caída (innecesaria, en este caso) en el pop (con un tema de Billy Joel) y el lujo especial de una extensa versión de "'Round Midnight" con las dos letras que se conocen. De hecho, el fantasma de Monk se hace presente muchas veces en un concierto que, seguramente, debe de haber sido memorable. Mencionado en "Suddenly", la primera interpretación, un tema que es como una declaración de convicciones respecto del jazz, reaparece en la mencionada "'Round Midnight" y en "Listen to Monk", de manera que este disco se transforma también en una especie de mensaje evangelizador. Y hay algo de predicador en el tono duro y expansivo de la McRae, que acá está muy bien acompañada por un trío muy profesional. El sonido, digital con toda la tecnología, adolece, sin embargo, de cierto timbre metálico que suele presentarse en las grabaciones en vivo.

RESEÑAS - Anne Ducros: Close Your Eyes


ANNE DUCROS
Close your eyes
Anne Ducros (v), Benoît de Mesmay (p, tecl), Sal La Rocca (b), Bruno Castellucci (bat), Toots Thielemans (arm), Sarah Morrow (tb), Benoît Fromanger (fl), Olivier Louvel (g), Minino Garay, Joël Grare (perc.), David El Malek (s).
Paris- mayo del 2002
Dreyfus Jazz FDM 36641-2


Este disco es una sorpresa muy grata; en un primer vistazo, parece otro de esos tantos proyectos en los que una cantante, que puede ser más o menos buena, con arreglos adocenados y una producción impecable, la emprende con un repertorio formado por standards clásicos y temas pop que aspiran a ese status. Y es exactamente eso: sólo que los arreglos se deslizan siempre dentro de los límites del buen gusto y la calidad, el sonido es discreto y no cae en los énfasis típicos de la batería (como para que suene bien en el coche o en un bar, un vicio muy común en ciertas producciones smooth norteamericanas) y Anne Ducros es dueña de una voz excepcional y, especialmente, de una expresividad versátil, madura y afiatada. Entonces, lentamente, todos los temores van cayendo y este disco invita directamente al disfrute. El repertorio es un poco obvio, con temas que ya son insignia clásica de toda cantante que se precie (como el ya cansador "Lately", de Stevie Wonder, acá en una versión muy bien cantada pero, por desgracia, con la invasiva armónica de Toots Thielemans), "Blackbird" de The Beatles, que ya en su momento resignificó Brad Mehldau como standard de jazz y que acá recibe un tratamiento entre percusivo y tropical que recuerda mucho a los arreglos de Cassandra Wilson y que viene con un scat de la Ducros muy defendible. Hay también standards tradicionales y más ejemplos pop de Ivan Lins y Christine McVie. No todos los momentos del disco son memorables, por otra parte, y quizá lo más criticable sea, finalmente, el repertorio, con predominancia absoluta de canciones cantadas en inglés en lo que parece una movida de mercadotecnia. Justamente, lo mejor, la canción en la que Anne Ducros se mueve con la familiaridad de los objetos queridos y recuperados y donde las inflexiones jazz subyacen a una interpretación magnífica de la canción en sí, es "L'eau a la bouche", del genial Serge Gainsbourg.

domingo, 22 de marzo de 2009

RARUM: Ran Blake y Jeanne Lee


El pianista y educador Ran Blake debe parte de su fama a un disco de 1961, The Newest Sound Around, que lo emparejaba con la vocalista Jeanne Lee. También, por supuesto, a su labor como educador, cargada de visiones originales y filosóficas de la música, y a una manera de tocar el piano a la que podría aplicarse, con mayor o menor precisión, el calificativo de «descontructivista», mucho antes de que se volviera una palabra de moda que tanto sirve para hablar de literatura como de cocina. Pero ése no fue el único disco que Blake grabó con Lee. Hay por lo menos otro más, extrañamente ausente de las discografías oficiales de ambos artistas. Más allá del misterio consiguiente, esa fantasmal ausencia es una pena, porque Free Standards, también citado, en las poquísimas fuentes que lo mencionan, como In Stockholm 1966, es una auténtica obra maestra, un disco fundamental en la historia del jazz.


Ran Blake y Jeanne Lee
Free Standards – In Stockholm 1966
Ran Blake (p); Jeanne Lee (v).
Estocolmo, 1966.


Nacido hace más de setenta años, de Blake se dice que es uno de los mejores y más profundos intérpretes de las ideas de Monk y es más conocido como educador que como músico. Ambas ideas podrían unirse en una sola: Blake es un académico de la música, un teórico cargado de concepciones filosóficas que aplica en su enseñanza pero que también aparecen representadas, de manera inequívoca y contundente, en su música. Alumno y compañero de viaje de Gunther Schuller (aunque también estudió con John Lewis, Oscar Peterson, Bill Evans y Mal Waldron), muchas veces se lo relaciona con la Tercera Corriente, esa premisa schulleriana de unir el jazz con la música clásica, manteniendo en ambos un altísimo nivel de exigencia, a diferencia de otras fusiones algo más acomodaticias. Profesor de «Improvisación contemporánea», se lo ha calificado de estructuralista con matices impresionistas y, de hecho, su música da la impresión de que sólo puede explicarse con términos epistemológicos. Su disco con Jeanne Lee, The Newest Sound Around, fue su debut discográfico, y, considerando que el bajista George Duvivier toca en un par de canciones y que la vocalista también toca el sintetizador, estrictamente el primer disco del dúo a solas es éste, esta rareza desterrada de todas las discografías oficiales y editada décadas después del momento en que se grabó, y sería el único si no fuera porque en 1989 ambos se reunieron para You Stepped Out of a Cloud. Free Standards viene acompañado de unas densas notas donde se relata su concepción (el productor organizó una sesión de grabación en Suecia en medio de una gira de Blake y Lee) y se ensaya una débil explicación sobre los casi treinta años que hubo que esperar para que salieran en formato de disco. Editado, al parecer, solamente en Francia, y con 75 minutos de duración, son pocos los discos que ofrecen tanto regocijo intelectual como éste.


Blake toca el piano como si estuviera ilustrando ideas: puede ir despacio, casi con displicencia, por las notas agudas, y luego saltar hacia las graves con una especie de humor que sólo puede calificarse de académico. Es capaz de resumir la historia entera del jazz en «Honeysuckle Rose» o de destilar los elementos esenciales de una canción de Jobim. Pero todo esa exposición cerebral cobra repentina sensualidad y carne en los temas con Jeanne Lee, para algunos la mejor exponente del free jazz vocal, una cantante con un tono oscuro y profundo, como el de Nina Simone, capaz de extraer hasta el significado más profundo de letras banales como «Ticket to Ride» o «Night and Day». En «Ja-Da», por ejemplo, su voz susurra, erótica y sibilante; en «A Hard Day’s Night» es mortalmente seria, y en «Take The ‘A’ Train» es swing contundente y contenido. Sin perder ni un ápice de su hondura de significado, los temas con Jeanne Lee son un oasis de voluptuosidad en el paisaje, algo yermo y frío, de las propuestas conceptuales de Blake. Si algún día este Free Standards deja de ser una omisión fantasmal en las discografías de Blake y Lee, es muy probable que sea considerado un verdadero clásico oculto.


Publicado en la sección Rarum de Cuadernos de Jazz

jueves, 19 de febrero de 2009

KIND OF BLUE una y otra vez


Probablemente es el disco más famoso de la historia del jazz. Sus sonidos iniciales son el comienzo perfecto de cualquier aventura, son la promesa de que lo que viene será aún mejor, de que estamos todos invitados a subirnos, a jugar. Se grabó hace cincuenta años, pero da igual que hubiera sido ayer, de tan moderno que suena, de tan actual, porque finalmente no retrata un período, no representa un momento en el tiempo, sino que impone su propio momento, su propio tiempo, a la situación que sea. Se llama Kind of Blue, de Miles Davis. Podemos situarlo en el jazz modal, emparentarlo un poco con el apogeo del hard bop, pero en realidad es música clásica, música de una clase, que ella misma cumple y agota. Y por eso es inmortal.
Kind of Blue de Miles Davis es el disco perfecto para empezar a escuchar jazz; es el disco perfecto al que volver si se siente que se ha escuchado demasiado jazz. Es, también, el disco perfecto para muchas otras cosas, preferiblemente relacionadas con lo sensual. Porque crea su propio clima, un clima protegido de elementos atmosféricos. Mucha gente sigue recordando, al día de hoy, el primer momento que escuchó esa música: qué estaba haciendo, con quién estaba haciéndolo.
Después, por supuesto, están los datos que forman la leyenda. Se grabó en apenas dos días, entre el invierno y la primavera de 1959. Los músicos que participaron no tenían conciencia de estar protagonizando revolución alguna. Años más tarde, Jimmy Cobb, el baterista y único sobreviviente de esa banda, declaró que había sido «otro bolo más» para ellos. Tampoco tenían claro qué iban a tocar: las instrucciones de Miles eran mínimas. El nuevo estilo, llamado modal, porque trabajaba con modos, no con acordes, como marco para la improvisación, exigía que todas fueran composiciones nuevas. Todas están firmadas por Miles Davis, aunque todavía persisten las dudas y las discrepancias sobre dos de ellas, «Blue in Green» y «Flamenco Sketches». Bill Evans siempre sostuvo que la primera era obra suya y que la segunda la habían compuesto a medias.
Diez años antes, Miles Davis había dado certificado de nacimiento a una nueva manera de pensar el jazz: el cool. Los temas dejaban de ser una excusa para intercalar solos, los arreglos eran más orquestales, los ritmos más contenidos, las improvisaciones más meditadas. Mientras el cool se establecía en la Costa Oeste y cobraba una nueva vida como música soleada, lánguida y fácil, Davis volvía a ponerse al frente de otra innovación: el hard bop, un derivado más funky, más melódico y (a pesar de su nombre), más relajado del bebop, entre otras cosas gracias a una nueva tecnología que permitía grabar temas que superaran los tres minutos de rigor: había más tiempo para los solos, no era necesario correr tanto.
En 1955, Davis formó lo que luego se conoció como su Primer Gran Quinteto: Cobb a la batería, junto con Paul Chambers al contrabajo y Red Garland al piano, una base rítmica perfecta, y John Coltrane, la nueva sensación del saxo tenor. La tensión resultante entre la filosofía de «menos es más» de Davis y la exhuberancia incontenible de Coltrane dio como resultados algunos títulos que están entre lo mejor del hard-bop. Tres años más tarde, Davis había sumado al saxofonista Cannonball Adderley y reemplazado a Garland con Bill Evans, un pianista blanco, tímido y empapado de estructuras europeas en su música, cuyo lirismo y toque suave no siempre satisfacía a su sección rítmica. El abrumador calendario de giras hizo que Evans presentara su dimisión pocos meses más tarde. Su reemplazante fue Wynton Kelly, uno de los grandes pianistas rítmicos de todos los tiempos.
Pero Davis volvió a convocar a Evans para su nueva creación, una serie de temas se conocerían bajo el nombre colectivo de Kind of Blue («Un poco azul» o «un poco triste»). El 2 de marzo de 1959, el sexteto grabó «So What», «Blue in Green» y «Freddie Freeloader», este último con Wynton Kelly al piano. Cuando esos tres temas se pasaron al disco en vinilo, un error técnico, que no se corrigió hasta 1992, hizo que se aumentara su velocidad de reproducción. En los hechos, eso significaba que en esos tres temas los instrumentos suenan, todos, un poco más agudos que los reales. Es posible que esa pequeña distorsión aumentara su legendaria capacidad hipnótica: hay algo raro en esa música, algo que impide dejar de escucharla.
El 22 de abril se grabaron «All Blues» y «Flamenco Sketches». El considerado el mejor disco de jazz de todos los tiempos estaba terminado y la compañía discográfica hizo todo lo que pudo para convertirlo en un éxito popular. Con los sonidos distantes y suavemente melancólicos de Bill Evans, con esa especie de calor sordo y contenido representado por Adderley y Coltrane, quien además ya estaba prefigurando la avant-garde en sus solos, y con la actitud casi displicente de su líder, Kind of Blue y Miles Davis pasaron a representar un imaginario cool e intelectual perfecto para la época.
La historia posterior de los músicos que participaron en este disco conduce inevitablemente a sus papeles en él: Bill Evans se convirtió en símbolo de un lirismo susurrado, cerebral pero emotivo, a lo largo de toda su carrera. Celebrado como uno de los mejores herederos de Charlie Parker, el saxo alto de John «Cannonball» Adderley siguió siendo uno de los mejores representantes del hard-bop, como también lo fue el trío formado por Wynton Kelly, Paul Chambers y Jimmy Cobb. Y Coltrane fue el gran explorador de una búsqueda espiritual y musical que lo llevaría a las puertas del free. Kind of Blue funciona, también, como una estrella de varias puntas, cada una de las cuales sirven para explorar todos, o casi todos, los caminos del jazz.
Cincuenta años más tarde, y después de haber tenido varias reediciones, ahora se presenta una edición especial por el 50º aniversario de Kind of Blue, con dos CD con música inédita, tomas descartadas y grabaciones de la época, y un DVD sobre cómo se grabó este disco. Seguramente, cuando el disco compacto desaparezca y surja un nuevo formato, habrá otro Kind of Blue, otra brillante excusa para volver a escuchar este disco indispensable, el único disco de jazz que sí o sí hay que tener.

Publicado en ABCD, enero 2009